Escalofrío
El recuerdo del escalofrío que sintió aquella noche de luna llena, sentada en el peldaño de acceso a la casa, al lado de su madre, llegó barruntando y voleando varias capas de memoria. Aquel sólo es comparable con el que irrumpió la mañana el día en que su hija se iba al exterior a cursar estudios universitarios, cuando entró a su habitación y aún dormida, le abrazó con fuerza, queriendo retroceder el tiempo para continuar tantas conversaciones inconclusas, tantas frases mal expresadas y peor entendidas. Es un ramalazo que conmina a cerrar ciclos, a equilibrar los excesos, a bajar decibelios a la estridencia, a no sentir culpa por no sentirla, aunque hayan culpas. A tomar aliento en el esfuerzo por alcanzar la sabiduría aunque sea por los bordes.
Por eso te saqué aquel jueves santo de la Iglesia San Juan, dijo de pronto mientras daba vueltas al chicote entre sus dedos. De repente, el ruido de la planta eléctrica cesó, indicando que eran las nueve de la noche y había terminado El observador Creole, y que, por lo tanto, había que ir a la cama. Una mirada pétrea fue suficiente para dejar expresado que esa noche se tambaleaba el lenguaje que más conocía desde la niñez: el de las señas, los gestos, las miradas de reojo. Ese mundo gestual y lacerante que aprendió a leer y temer desde la ya remota infancia. El reino de la paradoja, pues siendo la palabra la instancia básica, el rasgo más vincular de la naturaleza humana, en el mundo de Inés era anatema, y aún más lo era cualquier intimidad que la propiciara. Un silencio gaseoso enunciaba el calvario, para quien la palabra, el diálogo íntimo, la conexión profunda, medraba menos en la soledad que en la expresión del amor. Sólo pecado y culpa, expiación y confesión, el perdón momentáneo mientras se pone en descanso la mendacidad de la vida cotidiana. Quizás el gesto filoso de aquel jueves santo, y que no pudo confesar del todo, fue un amago de redención más que una disculpa, un reconocimiento intimo de la ausencia de fuerza suficiente para emplazar al Padre y hacerle comprender que los hijos deben prepararse para la vida en libertad no como epígonos con un destino prefijado.
Esa noche en la hacienda, al acostarse, asaltó a su memoria el recuerdo de Inés sacándole de la iglesia. Se abría resplandeciente aquella imagen que le persiguió por años. Era una Semana Santa. Como todos los años, la abuela se instalaba en la casa para asistir a todas y cada una de las eucaristías y procesiones, desde el Domingo de Ramos hasta el Sábado de Gloria. Todavía le parece sentir el ardor en las rodillas al terminar las estaciones del vía crucis en las tardes de Miércoles Santo. La abuela se arrodillaba a su lado, siguiendo el dolor de cerca, con tal devoción que podía asegurar que escuchaba el eco de los pasos uno a uno: Jesús condenado a muerte, Jesús carga la cruz, Jesús cae por primera vez, Jesús encuentra a su santísima madre, Simón el Cirineo lo ayuda a llevar la cruz, la Verónica limpia el rostro de Jesús, Jesús cae por segunda vez, las mujeres de Jerusalén lloran por Jesús, Jesús cae por tercera vez, el cuerpo de Jesús es clavado en la cruz.
-Pero mamabuela, es muy temprano….,
-es que después no conseguimos puestos adelante, anda, levántate, toma un trago de agua, reza un Yo Pecador y ponte el velo negro, hoy será un día largo…
Entonces vino la pregunta: cómo es posible que una niña de 9 años se vaya a una misa en ayunas, si no tiene pecados que confesar, ni promesas que cumplir; estás entrando en un mundo que no es el tuyo todavía, no seas ansiosa, las cosas en el futuro no serán diferentes pero tú sí cuando llegues allí. Esa noche descubrió que el escalofrío también viene del saber que las palabras tienen sentido cuando el emisor alcanza el valor para decirlas y el receptor para escucharlas.