Conversación con mi madre
Tuvo miedo en aquella sala inmensa, fría, llena de camas de hierro, de quejidos y lamentos. Tuvo miedo de que la dejaran allí para siempre, entre mujeres de todas las edades. Al cuidado de unas monjas tan frías como el hierro de las camas y oscuras como las noches que tuvo que pasar en el hospital por culpa de las amígdalas. No tenía un osito que le acompañara, ni una muñeca, sólo el desamparo y el dolor de un tiempo que existió para la niña que estaba destinada a ser mi madre. En su corazón un dolor más profundo que el de la operación que le habían hecho, un dolor que ni ella misma llegaba a comprender de grande que le quedaba a la inocencia de sus cinco años. No alcanza la niñez para tanto abandono y orfandad. Tuvo miedo y se imaginó a su madre cogiéndole la mano. Tuvo miedo y la vio sentada a sus pies al despertar de la anestesia y se sintió aliviada porque había estado allí, velando su sueño, cuidándola como siempre aunque se había muerto sin apenas haberla conocido. Le digo que yo no puedo imaginar mi vida sin ella y ella me dice que por eso tantas noches de su existencia durante muchos años miró al cielo para cantar “hay una ventana en el cielo que está iluminada con luz celestial y de vez en cuando por ella asoma mi madre su rostro ideal” y que mientras cantaba, la veía asomar a la ventana y mirarla. Me cuenta que algunas veces también le habló y que está segura que no fue un sueño ni una quimera, como dice también la canción.