Pies
Mis abuelos no conocieron el otoño, ni el invierno, tampoco la primavera; conocieron la sequía y la tierra quebrada; la lluvia y el lodazal. Caminaron en pos del agua senderos desérticos, arrastrando los pies cubiertos de polvo apenas calzados por alpargatas remendadas. Quizás no llevaban la cuenta de los días y las semanas que duraban en cada tramo recorrido, pero fijaron en su memoria las fechas en que dejaron tras sus pasos, pequeñas cruces atestiguando que allí iban quedando las niñas que no superaron la travesía. Fueron tres las tuvieron que enterrar bajo la sombra de un cují, fueron tres las que cartografiaron la ruta del peregrinaje. Sólo se llevaron tres mechones de pelo rubio para adorarlo en su cementerio privado.
Cuando miro mis pies veo los de mi abuela. Heredé de ella sus gestos, su mirada, su sensibilidad y aunque los míos son feos, me parece estar viendo en ellos las huellas de sus pisadas y magulladuras que sufrieron en la larga travesía hacia el lugar del agua.
Los dedos gordos son bonitos, pero lo mejor de todo, no es que tengan buen arco, que también, sino que mis pies cuentan historias viejas, son el mapa de un territorio hollado por el largo trasiego entre caminos áridos y espinosos. La abuela Dolores solía reñirme cuando andaba descalza por la casa, o yendo al abasto de la esquina, o jugando al pisé en el patio de mosaicos. Tenía metida en la cabeza la idea de que andar descalza atrofiaba los pies y al final, como en efecto sucedió, aparecieron horrendos y dolorosos juanetes. Cada vez que me relataba un fragmento de aquella larga travesía por camellones y atajos bordeados de pozos secos, juntábamos nuestros pies para leer la resequedad del pasado, y aunque no es lo mismo cobijarse bajo un cují que bajo un abeto centenario, igual asoman sombras transparentes que vienen a corroborar el historial transhumante. Veo mis pies y salgo del cono de incertidumbre, con rictus mal disimulado, doy por hecho que sé de dónde vengo, del sacrificio primigenio que desbanca la alegría, de la sombra del gemelo negro en paciente acecho.
Mientras más viejos se hacen mis pies, menos me detengo a mirar la resequedad, ni a preocuparme por su enfriamiento ni por los calambres; lo que veo es un territorio domado, un camino angosto bordeado de cardones y tunas. Mis pies transportan la vida y la muerte pasada, por eso no me preocupo, les dejo contar su historia.