Guerra de las músicas
He llegado a una conclusión: la música nos une pero también nos separa. Es evidente, no es posible una relación entre la desmoñada del piso de arriba y yo. ¡Es la guerra!
Cuando me mudé a la playa para pasar un par de semanas de tranquilidad y silencio, lo que menos me podía imaginar es que iba a iniciar una guerra de músicas.
Algo un tanto complicado dado que no tengo oído musical ninguno y mucho menos toco un instrumento pero, como dice, la expresión: «los caminos del Señor son inescrutables». Y en esta ocasión, no solo inescrutables sino también ciegos perdidos.
Les cuento: llegué al segundo piso de un edificio pequeño de viviendas un lunes de mediados de julio. Era uno de esos edificios de zona de costa en los que todos los apartamentos están alquilados por largas temporadas excepto dos o tres dedicados en exclusiva a su explotación en alquiler durante temporada estival. Que era mi caso. Pero de eso me enteré mucho después cuando ya era tarde para devolver las llaves y recuperar el alquiler de los dos meses que pagué por adelantado.
En un primer momento, el apartamento me pareció perfecto. Un segundo piso sin ascensor pero cómodo de subir aunque fueras cargada como una burra con bolsas con compra del supermercado. Además, estaba situado al lado de la parada de guagua. En la zona, había espacio suficiente para aparcar por si invitaba a algún amigo a pasar la noche. A menos de cinco minutos de la playa de arena amarilla, con todo lo necesario para cocinar sin problema. Vamos, un apartamento perfecto para descansar durante los próximos dos meses y olvidar, si es que eso era posible, el estrés y el cansancio que me había generado la extenuante corrección de exámenes y, sobre todo, sobre todo, los gritos e impertinencias de varias decenas de adolescentes con las hormonas a flor de piel a los que daba clases, eso sin contar con el rosario de palabritas que soltaban por la boca de forma automática. Y todo ello, durante nueve meses seguidos, cinco días a la semana, siete horas seguidas.
Cuando terminó junio, lo juro, necesita con urgencia un descanso, alejarme de todo y de todos si no quería naufragar y ser abducida por las bajas médicas por depresión que tanto proliferaban entre mis compañeros de profesión.
Así que decidí rascarme el bolsillo y buscar un apartamento junto a la playa. Para mí sola. Alejada de mi entorno, de mi familia y de todos, y bien lejos, en el otro extremo de la isla.
Quería paz, estar tranquila y leer. Leer mucho, dormir más y, si la cosa se terciaba, retozar con algún amigo con derecho a roce en aquella cama de 1.50 que poseía el apartamento y en la que enseguida me visualicé mojada del mar y con sabor a sal mientras probaba la resistencia del somier con alguno de mis cómplices invitados.
Me mudé un lunes. Durante unos escasos días tuve la sensación de ser la única habitante del edificio. Esto me animó considerablemente: tenía ante mí unas espléndidas vacaciones y muchos momentos del tan ansiado relax .
La sorpresa llegó la mañana del jueves. No eran aún las nueve de la mañana cuando en el piso situado justo encima de mi apartamento, comenzó a sonar una música estridente.
Yo aun dormitaba, sumida en un sueño en el que me perdía en un mundo controlado por los Elegidos y corría y corría en busca de la barcaza que me llevara a la Esperanza. Abrí los ojos sobresaltada. Allí estaba ‘El Sistema’ de Ricardo Menéndez Salmón, abierto sobre la mesilla de noche.
De pronto, a mis oídos llegó un ruido estrepitoso. ¿Reggeaton? ¡No me lo puedo creer! ¿Aquí? ¿ahora? ¿y a este volumen? ¡¡No, por favor, que vengo a descansarrrr!!
Respiré profundo. No se los he dicho pero me caracterizo por tener grandes dosis de esa capacidad nueva que los psicólogos han denominado ‘resiliencia’. Así que me dije: a ver, sé positiva, te ha servido como despertador. Así que sin más me invité a acompasar mi despertar al repetitivo ritmo de aquella música infernal. Total, me dije ilusa, serán dos o tres canciones nada más.
¡Qué ingenuidad la mía! Pasó más de media hora y mientras me preparaba el café y las tostadas iba sonando el cansino ‘Despacito; mientras me sentaba en la mesita del balcón, el tedioso ‘Las noches pasadas‘ y mientras me atragantaba con un trozo de la tostada, el repetitivo ‘Dame una hora‘.
No podía más. Aquello era insufrible. Pero ahí no quedaba la cosa: justo cuando me levantaba dispuesta a ponerme el bikini y mojar mis miserias a la orilla del mar, comenzó a sonar una voz chillona, desacompasada, chirriante, que no solo llenaba de ruido mi apartamento sino el edificio entero, y digo más, sin exagerar ni un tanto así, hasta la totalidad de la calle, absorbiendo cual agujero negro todo sonido ajeno a aquel chillido tan atronador que ni el mismo Munch podría haber pintado jamás.
Deja de maullar yaaaa, le grité enervada a pleno pulmón pero, claro, no me escuchó dado el grado de ensimismamiento que tenía mi vecinita en su propio rebuzno mientras intentaba repetir la letra de las susodichas cancioncitas.
Estaba claro: aquello era la guerra. Porque si de algo sé es de música, bueno, de grupos de música. Y de los grandes. La vecina se iba a enterar.
Vale. ¿Por dónde empiezo? Ok. Algo veraniego, eterno. Así que Bob Marley comenzó a sonar en las dos columnas dispuestas en mi salón-cocina-comedor.
La vecina captó en seguida el mensaje porque al minuto siguiente ya había subido el volumen del aparato que escupía sin misericordia alguna su música de perreo al exterior.
Ok ok. ¿quieres guerra? ¡Así será! Por mi aparato musical comenzó a salir, a todo volumen, los acordes de Come together de The Beatles; los de Cocaine de Eric Clapton, de Wish you were here de Pink Floyd, de Bohemian Rapsodhy, de Queen, de Sultans of swin, de Dire Straits, de Satisfection, de los Rollings Stones, de Highway to hell de AC/DC y, para terminar y de postre, los compases de Smoke on the water de Deep Pruple.
Durante más de 45 minutos no pude escuchar otra cosa que no fuera la música que yo misma ponía.
Entonces, se hizo el silencio. Mi salón-cocina-comedor enmudeció. Y también el del piso de la vecina. Parecía que la contienda musical había finalizado. Al menos por ese día.
Cogí el bolso y me fui a la playa pletórica y alegre después del baño musical que acaba de regalar a mis oídos y a mi cuerpo.
Sin duda, aquellas vacaciones prometían. Presentía que iba a escuchar mucha, mucha, mucha música durante las próximas ocho semanas.
Y es que, bueno, ya les comenté soy muy positiva, y total, al fin y al cabo, según dicen, no hay mal que por bien no venga.