La última cena
El grupo de amigos comenzó a reunirse a mediados de los años 70. Siendo numeroso era entrañable. La cordialidad, estima y armonía reinaba aún cuando no compartiésemos posiciones políticas y justificaciones ideológicas. Los momentos compartidos resultaban placenteros, divertidos, y hasta formadores, al menos en mi caso, la única del grupo que empezaba la carrera cuando ellos ya eran profesores de larga y reconocida trayectoria en el ámbito académico. Desde luego se fueron creando complicidades y coincidencias en lo que nos dio por llamar petit comité, sobre todo para compartir experiencias gastronómicas, pero cuando se trataba de celebraciones como bautizos, grados académicos, ascensos y cumpleaños de los hijos nos reuníamos todos.
Nuestras conversaciones iban y venían sobre vinos, películas, libros, música; de pronto una ronda de chistes y por qué no, temas políticos tanto del gobierno de turno como de política universitaria. Las opiniones, algunas alambicadas y otras apodícticas, eran disímiles, pero la confrontación aún en medio del clima etílico-apasionado, era respetuosa; alguno que otro más radical o más conservador pero la sangre nunca llegó al río.
Llegaron los años 80, el grupo seguía compacto. Para ese año, era una colega más y aunque estuve adscrita a otra escuela de la facultad, permanecí unida al grupo. Ellos eran izquierda, se movían entre los más radicales, los miricos y los moderados, los masistas. Mi expareja y yo nos ubicamos en el segundo grupo, pero en mi caso, no pasé de una lejana simpatía al líder del partido. Entrando en la mitad de la década, ellos se fueron yendo a Europa a realizar estudios de postgrado por períodos de 5 a 6 años, si regresaban con su grado terminado. No fueron pocos los que regresaron con el finiquito pendiente por rendir. Nosotros nos quedamos.
Opté por hacer mis estudios de cuarto nivel en la misma universidad. Ellos regresaban renovados con proyectos de vida optimistas, ampliando familia y patrimonio, dicho sea, para felicidad del grupo, que ahora tenía a disposición otros escenarios de esparcimiento. Ellos adquirieron fincas en las afueras, apartamentos en la playa, cabañas en la montaña, gracias a las excelentes oportunidades crediticias que ofrecían las cajas de ahorros universitarias. Algunos más arriesgados o con una visión de futuro mucho más aguda que nosotros, incursionaron en el mundo financiero, se apuntaron a productos bancarios a largo plazo, compraron moneda extranjera, invirtieron en pequeños emprendimientos comerciales y empresariales; nosotros no quisimos o no supimos cómo hacerlo, y aunque los amigos más cercanos nos animaban a emprender alguna actividad comercial, nos paralizaba el temor a fracasar. Fue, entrando en los años 90, cuando me atreví a construir mi casa con el apoyo de un familiar entrañable y querido. Hasta allí llegó mi andadura en la inversión.
Llegó el año de 1998, sus hijos ya eran profesionales y muchos de ellos padres de familia, que empezaban a incursionar en el campo de la construcción o en el inmobiliario. Seis años antes, en 1992, una madrugada repicó el teléfono de casa, era el vecino que llamaba para avisarnos que estaba sucediendo un golpe de estado que intentaba tumbar al presidente socialdemócrata que recién ejercía por segunda vez la presidencia. El golpe fue abortado por la acción militar y el golpista hecho preso. Un indulto presidencial lo excarceló y se convirtió en candidato presidencial. Ellos lo apoyaron con contumacia, algunos hasta con fervor; nosotros nos horrorizamos pero nunca pensamos que tal contradicción fulminaría la amistad de tantos años. En los meses de campaña electoral las diferencias cobraron fuerza, los diálogos vehemencia, pero aún así quedábamos para una parrillada, o algún cumpleaños a los que asistíamos con el cosquilleo nervioso en el estómago, porque al estar en una ostensible y débil minoría, ya preveíamos el rumbo que tomaría la conversación. Ellos hicieron campaña, elogiaron las virtudes y capacidades del candidato, repudiaron la historia reciente, y no como historiadores precisamente, y quizás por el cariño que nos teníamos hacían lo posible por no pisar la línea amarilla. Hasta la noche previa a las elecciones. Invitamos como otras tantas veces al grupo a cenar en casa. Ellos llegaron con sus provisiones de vinos, yo como siempre me había esmerado en el menú. Llegó el momento esperado del postre; pasamos a los licores y los tabacos, todo era algarabía y esplendor, hasta que alguien preguntó a su vecino de mesa por quién votaría. Ese vecino era mi exmarido quien, en voz clara y firme, dijo que votaría por el candidato opositor. Ese momento selló el comienzo del fin de 30 años de amistad.
Ellos fueron tomando la palabra pasmosamente agresora y descalificadora; cada uno como si lo hubiesen acordado, al finalizar el discurso, o quizás deba decir el agravio, dejaba con gesto displicente y agreste, la servilleta sobre el mantel y caminaba hacia la puerta de salida seguido por el resto. Ellos no se despidieron, no agradecieron, no nos miraron a la cara. Nosotros sí en cuanto cerramos puerta.
Muy bien narrado. Casos similares ocurren en muchas partes del mundo, donde las posiciones políticas acaban enfrentando a los amigos más fieles.
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