Vale más tarde que nunca (del libro «La vida con menos es más…»)
Por más que nos esforzáramos en no hacer ruido alguno, no había manera humana, el crepitar de las hojas secas bajo nuestros pies, era atronador. A veces, sin moverse ni una pizca de aire, nos rebasaba una fuerte ráfaga de viento, fría como la muerte, otras, chirriaban unas bisagras haciendo un ruido tremendo y terrorífico, que cualquiera diría que las estaban matando y, sin venir a qué, nos invadía un fuerte olor a azufre que nos hacía pensar a todos que se habían abierto las puertas del infierno.
El día que decidí cambiar de aires, después de llevar más de tres años que nos iba siguiendo un tenebroso y macabro ruido de cadenas, ninguno fue capaz de mirar para atrás, no sé si porque teníamos una máxima «mirar para atrás ya no te valdrá de nada» o, simplemente, por no tener el valor de hacerlo. Además, yo no tendría que ir con aquel grupo. Si llegué allí fue por curiosidad. Mi madre siempre me decía que era demasiado curioso y que la curiosidad mató al gato, y es verdad que esa actitud me hizo perder la vida, ahora bien, no la dejaría que me atormentara en la eternidad. Creí conveniente que ya era hora de cambiar y me uní a un grupo que se hacía llamar La Santa Compaña.