Francisco Lezcano Lezcano – Mi estrella de los Reyes Magos

Mi estrella de los Reyes Magos 

Rudolf Keim fue un desertor de la demencia Hitleriana que, de aventura rocambolesca en aventura, consiguió dejar atrás las fuerzas de ocupación nazi en Francia y llegar a Galicia, en el norte de España, donde se agenció documentación falsa de manos de un especialista no sólo en su delictivo oficio, sino en el de esquilmar a sus clientes. Rudolf Keim perdió hasta la última reserva de dinero oculta en el talón de su bota derecha. No obstante con el remanente de la izquierda pudo adquirir u billete de tercera clase, en un carguero de mala muerte, de nombre Rio Francolí atiborrado de emigrantes.

Después de siete días interminables en derrota hacia las islas Canarias, de los cuales tres fueron de una tempestad que dejó a la herrumbrosa nave escorada a babor

por desplazamiento de carga, se llegó a isla de Gran Canaria con tiempo sereno bajo un cielo azul que nadie había visto igual. El barco atracó ayudado por dos remolcadores y escoltado por gaviotas que, a la altura de los mástiles de grúa, planeaban sin cesar de graznar.

Keim desembarcó en el Puerto de la Luz y pese a los controles portuarios de la mal encarada Guardia Civil, nada tierna en aquella época oscura del Franquismo, salió del muelle, abandonó el muelle como un turista en entera legalidad.

Cuando lo conocí, Rudolf vivía en el interior de un denso seto del parque Doramas, amparado por la amable complicidad del vigilante.

Disponía de un buen saco de dormir, una caja de coñac vacía que le servía de mesa, una linterna, cuatro cirios, una botella con insecticida anti cucarachas. Convivía con una lagartija de dorso oscuro y vientre dorado, glotona de tomate. Había libros en inglés, español, francés y alemán, que Keim se traía prestados, de la Biblioteca del Museo Canario.

Por sus aspecto de barbado indigente, sus pies calzados con alpargatas de esparto y su sempiterno mono de mecánico, donados por una asociación cristiana de caridad, nunca se hubiera creído el personaje que era y su historia.

Desde la ventana de mi domicilio, en un segundo piso, sito en la calle Carvajal, esquina Tomás Morales, cada día a las ocho de la tarde lo veía pasar cabizbajo, con andar apresurado, camino de su seto enmarañado, con vientre de geoda. A menudo, si no libros, portaba bajo un brazo una botella de leche y bajo el otro periódicos que, si estaban fuera de fecha, recuperaba por las cafeterías .

Me llamaba mucho la atención su voluminoso cráneo dolicocéfalo, su dermis rosácea, su espesa cabellera blanca al viento, crispada como cargada de electricidad estática, pero , siempre aseada. Keim era un icono Del barrio de los Arenales.

Un 25 de diciembre, por la tarde, me tropecé con él frente a mi casa, en la acera del otro lado.

— ¡Perdón! — Le dije, iba distraído. Ha sido sin queerer.

— Supongo — Respondió sin mal carácter.

  La petardada inesperada de unos chavales que se divertían peligrosamente con gamberradas, nos hizo brincar con ridiculez. Los chicos huyeron desternillándose Keim y yo nos miramos y rompimos a reír.

— Feliz Navidad — Le dije — tendiendo la mano — Me llamo Francisco Lares.

Rudolf Keim me miró conspicuo y dudó un par de segundos antes de responder a mi gesto. Su mano en la mía la sentí a la vez firme y de una sorprendente suavidad femenina. Me vino al sentimiento la tristeza de su Navidad sin familia, aunque su cara reflejaba lo contrario ¿por qué no? — Pesé — Muchas personas felices nunca han tenido camisa.

—Señor ¿puedo invitarle a un cortado o a lo que le apetezca? Es Navidad — Le espeté con temor de herir su orgullo de alguna manera. Pero se me quedó mirando como si pudiera radiografiarme. Sonrió y asintió.

Calle Carvajal abajo entramos en una cafetería bastante cutre y nos sentamos a una pequeña mesa, disimulando que habíamos percibido en la mirada del camarero

su reserva por la presencia de Keim.

— No lo tenga en cuenta Francisco. El servidor es nuevo en el local, no me había visto antes. Es normal que desconfíe de mi pinta.

No hubo ninguna incorrección. Fuimos bien servidos.

Disfrutando de un estupendo café brasileño estuvimos hablando de todo y de nada, de su vida y de la mía. La erudición sin pedantería ni petulancia de mi nuevo amigo me pasmaba. Y supe porque su perenne tristeza había desaparecido. La razón era una tarjeta postal llegada de Suiza, de su hija Estrella huida de Francia, donde las botas nazi taconeaban por las calles. Se encontraba a salvo en Ginebra.

Keim, aspirando con deleite el vapor del café, me mostró la tarjeta recogida en Lista de Correos.

Esta, Francisco, es mi Estrella de los Reyes Magos. El mejor regalo de Navidad.

Francisco Lezcano Lezcano

Un comentario

  1. Un precioso relato, contado con la delicadeza de que siempre hace gala Francisco Lezcano. Me parece haber oído esta historia del clochard del Parque Doramas contada por la voz del autor. Mis felicitaciones.

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