Desayuno

La cafetera comenzó a silbar invadiendo la cocina con su característico olor. El motor de la lavadora rugía de forma estridente centrifugando la ropa. Una música chillona intentaba captar la atención de un público adolescente desde la radio de su vecina, una anciana solitaria y sorda como una tapia que se dedicaba a cambiar de emisora continuamente buscando voces que le hicieran compañía. Unos martillazos huecos le recordaron lo duro que era vivir en una casa de vecinos. «¿Qué estarán haciendo ahora?» Resopló malhumorada. Se asomó por la ventana del patinillo buscando el origen del alboroto y se topó con los ojillos grises de Dolores, su vecina sorda, que tendía su ropa en los cordeles. «¡Cómo te envidio Lola, tu sordera te aleja de todo este escándalo!» le dijo sonriéndole mientras recogía la suya del día anterior, sobre todo calcetines; veintisiete llegó a contar, de nuevo impar. «Me pregunto dónde se esconden los puñeteros…». Abrió el frigorífico, papel y lápiz en mano para anotar la compra del día, ”¡Dios, como tragan estos bestias!» pensó anotando los abundantes huecos que debía rellenar. La lavadora terminó de rugir dejando en el aire un silencioso vacío roto de vez en cuando por una tanda de martillazos. Sacó la ropa limpia, la sacudió y la tendió aspirando el delicioso aroma del suavizante. Al cabo de unos minutos una polvareda, unida a un fuerte estruendo, llenó todo el patio de una nube grisácea que fue a posarse diabólicamente sobre la ropa blanca. Cerró la ventana con un fuerte portazo. «¡Mierda de obras!» exclamó desesperada. Reparó en Dolores que no se había percatado aún del estrepitoso suceso y se disponía feliz a comenzar a llenar el patio con el aroma de sus guisos; no sin antes girar la rueda de su radio buscando soniquetes. El olor del café que aún no había tomado la sacó de las blasfemias que comenzaban a surgir de sus pensamientos. Se colocó unos tapones de goma en los oídos, endulzó con leche y azúcar el café y lo sorbió lentamente. Encendió un cigarro y pensó que debería ir tomando ya la decisión de dejar de fumar. Pero en su aislamiento silencioso se echó un segundo café, se encendió otro cigarro y con un dedo sobre el polvo gris que cubría la mesa escribió lentamente: mañana.
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