EL FAKIR
A la isla de La Gomera
El deseo es el motor del universo, el origen del hombre y su final, y nada podemos contra ello, Marqués de Sade.
Si yo hubiese estado casada, igual no me habría fijado en Roque.
Yo esperaba un hombre. Acababa de conocerlo y lo observé con curiosidad. Era faquir en el circo que había llegado a San Sebastián de La Gomera, donde yo vivía. Nunca había visto un faquir de cerca, sólo en la televisión; por eso un deseo irresistible me empujó a acercarme a ese hombre, a hablarle.
-Hola, me han dicho que usted trabaja en el circo. A mí desde pequeña siempre me atraían los circos.

Se sonrió con mi recuerdo y estrechó mis manos entre sus fuertes manos.
Su pecho lo llevaba descubierto y por pantalón dos pedacitos de seda. Ah, y unas cuantas lentejuelas sabiamente distribuidas sobre su carne desnuda.
-Este trabajo es una pequeña comuna.
Me dijo mientras lo observaba, parecía una estrella de cine. Tenía un cuerpo sensual, macizo, robusto, sabía el modo de explotarlo. No pronunció frases galantes pero los pelos se me pusieron de punta cuando me dijo:
-¿Te atreves a ir a la cama de clavos conmigo?
-¿Estás seguro de que estaré cómoda? –le contesté riéndome.
-Sí, sí, estarás a gusto. Los clavos acariciarán tu piel como si fueran mis dedos.
Me puse colorada igual que un tomate, mis mejillas ardían. Estaba poseída por el furor de vivir la experiencia más delirante de mi vida.
¡El espectáculo va a comenzar!
Los saltimbanquis, payasos, domadores, trapecistas, acróbatas y muchos más hacían el desfile con atuendos sugerentes. Bordeaban la pasarela del escenario con escotes sensuales con incrustaciones de plumas y grandes capas en lamé doradas. El corazón me dio un vuelco. La arena del redondel olía a lujuria, a apareamiento, a supervivencia.
No entendía como aquel cuerpo, con el torso en cueros, ungido con una crema protectora, podía soportar el dolor. Me conquistó su cercanía, su cintura, los hombros cuadrados, sus enérgicas piernas, su vanidad, su perturbación. Estaba segura de que tendría los riñones destrozados. Se le saltaron unas lágrimas, a mí también. Nos miramos y comprendí que le excitaba, se deleitaba. Le gustaba descender a los infiernos, jugar con el sufrimiento, rozar la muerte. Mi corazón se aceleró y, sin darme cuenta, estaba temblando.
Si yo hubiese estado casada, igual no me habría fijado en Roque.
Tenía treinta y cinco años. Todas mis amigas me hablaban de sus maridos, de lo galantes, locos, amenazadores o tiernos que eran. De sus noches de amor, de sus excitaciones y hasta de sus jadeos. Le rezaba a San Antonio de Padua, le encendía unos cirios, le rogaba que me enviara un novio. Deseaba tener un hombre en mi cama. Me negaba a vivir dormida como mi isla.
Por eso aquella tarde lo miré con peligrosa intimidad.
Un coro anunció la entrada de una jaula de leones. La comitiva parecía sacada de un cuento de hadas. Al pasar por mi sitio, me besó la mano. El gentío bullanguero aplaudía, él saludaba al público. Entró en la celda de los animales manejaba con violencia el látigo mientras articulaba gritos para provocar a sus fieras. Las sensaciones eran intensas, sus movimientos eran rítmicos, afanosos. Me acosó con su erotismo, me soliviantó. El corazón me latía muy deprisa. En la distancia me invitaba con sus grandes ojos. Parecía en trance.
Si hubiese estado casada, igual no me habría fijado en Roque.
En la arena Roque luchaba. Yo estaba frente a frente, en las primeras filas. Me salpicó su sudor, escuché los chasquidos del látigo y los aullidos de las fieras. Sabía que la muerte podía merodear dentro de aquella gran celda, pero inconscientemente lo buscaba.
Ocupaba el corazón de todos los espectadores. Me dejé llevar por el espejismo, escuché los aplausos, el palpitar de su piel en cada movimiento, el tintineo de los dientes, su agitación envolvente. Me sonreía, me mordisqueaba con fuerza pero sus besos no eran de vida sino de muerte. Me sacudía aquella perturbación.
Me dominaba la pasión y el presentimiento de la muerte.
De repente, Roque perdió su don de agilidad. Un león con las pupilas encendidas de cólera, los hombros hacia arriba y las orejas hacia atrás, le dio un zarpazo y ¡bum! ¡bum! Cayó en el aserrín, en la hierba seca, como si fuese de plomo. El rey de los animales bramaba después de dar algunas vueltas por la arena. Rugió con satisfacción y orgullo, desafiando al universo.
-¡No te muevas! –le gritaban-. ¡No te muevas!
Salí corriendo de la carpa. En la tómbola la gente jugaba a descubrir su futuro. No quise saber cuál fue su destino. En los alrededores se había instalado un mercadillo circense. Vendían toda clase de artilugios. Yo seguía corriendo y me encontré con el mar, su costa acantilada, su arena azabache y sus aguas adormiladas. Pensé en zambullirme, pero seguí corriendo. El viento de la muerte sacudía mis sentidos. No podía detenerme. Sabía que el circo se marcharía y no lo volvería a ver. Estaba triste. El azar quiso que el deseo por Roque se apoderase de mí.
Seguía corriendo, cuando a lo lejos escuché:
-Compren y no se arrepentirán.
-Ganarán el reloj que marca la hora exacta de la muerte.
(Fragmento de un relato del libro “Del amor y las pasiones”)
Blog Rosario Valcárcel
Si hubiese estado casada…
Mezclas, magistralmente, la pasión con el miedo, el deseo con el sudor, el mar con la arena de la jaula donde la muerte pululaba a su antojo. Precioso.
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