Carmen y Pepe
Carmen salió a la calle sin rumbo fijo. Tenía que escapar, escapar de la vergüenza, del dolor y de los recuerdos. Se había puesto sus gafas de sol y una chaqueta fina; no es que hiciera frío, sino que tenía que ocultar las huellas de la última paliza que le había dado Pepe. Sentía vergüenza por ella, pero también por él, porque en el fondo ella le seguía queriendo a pesar de todo.
Caminando había llegado a la calle Larga de Gáldar, aquella calle que tantas veces les viera pasar a los dos hace años cuando eran novios. No existía más mundo que ellos dos. Carmen estaba locamente enamorada de aquel chico alto y autoritario que le decía:
-Tú serás mía y de nadie más, no te dejaré que vayas con otros.
Y cuando ella se encontraba con un compañero de clase Pepe soltaba:
-¿Quién es ese? ¿No tendrás ningún rollo con él? Por la forma en que te mira parece que seáis más que amigos. ¡Cómo vuelva a mirarte así, le parto la cara la próxima vez!
Carmen se sentía alagada en aquellos momentos; pensaba que esos ataques de celos significaban que él la quería mucho. ¡Qué lejos estaba de la realidad que le esperaría después!
Siguió caminando, a solas entre la gente, con la mirada perdida, absorta en sus pensamientos. De pronto algo a su derecha notó y le llamó la atención, era un escaparate, la tienda de novias donde compró su traje. De nuevo los recuerdos se agolparon.
Era el día más feliz de su vida, se iba a casar con el hombre que la amaba y quien la protegería, con quien iba a compartir su vida, con sus alegrías y sus desdichas, aunque ella no sabía que serían mayoría éstas últimas. Ahí comenzó su tormento, a solas con su marido, un hombre al que poco a poco iría desconociendo.
Todo empezó por frases a las que no dio importancia. Cuando estaba con amigos, Pepe no le dejaba hablar y le decía:
– ¡Tú calla, que no sabes nada!
– … mejor te vas a la cocina y nos dejas hablar, que no dices más
que tonterías….
Nunca había pasado de las palabras hasta aquel día, aquel maldito día. Fue en la navidad del año anterior. Habían quedado para cenar con amigos en casa. En un momento de la cena Carmen le pidió que no bebiera más:
– No bebas más Pepe, que tienes que conducir.
– Conduzco yo mejor borracho que tú con agua
– Pues como sigas bebiendo no te voy a dejar conducir. Yo llevaré
el coche.
– ¡Que te crees tú eso, listilla!.
– ¡Te he dicho que no! – le gritó Carmen.
Pepe no supo responder y calló delante de sus amigos, esperando tomarse la venganza. Y se la tomó. Nada más entrar por la puerta de su casa, agarró a Carmen por el brazo.
– Suelta que me haces daño – dijo ella.
– Te crees que me puedes chulear delante de mis amigos.
Y sin decirle nada más le abofeteó en la cara y la tiró al suelo. Ahora la tenía indefensa. La pateó hasta que un hilo de sangre empezó a brotar de la nariz y del labio de Carmen. Entonces, se agachó y abrazó llorando a su mujer.
Esa vez ella le perdonó; y la siguiente, y la siguiente. Hasta que empezó a sentir miedo por los cambios de humor de su marido. Ya no era respeto por la persona a la que quería, sino verdadero miedo, un terror que la paralizaba delante de él.
Sucedió varias veces, hasta esta última en la que había salido a la calle a pedir ayuda. Pero, ¿a quién? No podía gritarlo, se sentiría humillada y avergonzada de su situación delante de la gente. ¿Dónde ir? Siguió deambulando por la calle y por otras calles que le seguían trayendo recuerdos. No las reconocía, ¿dónde habían quedado aquellos momentos tan felices? Su alegría se había convertido en un suplicio. Cada día era un tormento de angustia sobre lo que pudiera ocurrir.
Ya estaba cansada. Necesitaba ayuda, ella sola no era capaz de superar aquella situación. Iba mirando al suelo hasta que una sensación la hizo sobresaltarse. Sin saber como sus pasos le habían llevado hasta la comisaría de Policía; parecía que su subconsciente la hubiera llevado a encontrar la solución. No tenía valor. La solución estaba cerca pero no hallaba las fuerzas para dar ese último paso. Movió un pie y luego el otro; se dirigió hacia la puerta electrónica. Ésta se abrió para llenarle con un aire de calma, allí estaba lo que buscaba. Un paso más, sólo uno, lo hizo y sintió que había encontrado la ayuda que necesitaba.