Mi maravillosa gata.
Andrés se consideraba a sí mismo un hombre cabal, estricto, serio. Con cincuenta y dos años cumplidos, se complacía en explicar, a quien le preguntara, que llevaba sentado tras su mesa del departamento de inmigración del ayuntamiento de su ciudad, más de media vida. Siempre había pensado que su etapa laboral, hasta la jubilación, se llevaría a cabo en el mismo lugar, pero ahora la incertidumbre y el desasosiego familiar le hacían ver por primera vez que solo era un trabajo de mierda. Estaba muy estresado.
No quería culpar a su mujer, Elisa, de lo que sentía. Al menos, no antes de que ella se explicase. Amaba a Elisa… ¿era por eso que se negaba a dar por cierto lo que había visto con sus propios ojos? Pero, ¿caso se había vuelto loco? «¿Qué has visto? ⸻se decía asustado⸻. Dime ¡Qué has visto! Necesitas vacaciones. Eso es todo. O, mejor, necesitas dejar este trabajo de mierda.» Lo malo estaba en que, después de lo ocurrido, el hecho de que ella no hubiese dejado siquiera una nota, para decir por qué había madrugado tanto, lo tenía asustado como nunca antes lo había estado.
Desde aquel día en que Elisa y él coincidieron a la salida del cine, Andrés supo que había encontrado a la mujer de sus sueños. Bastó un cruce de miradas para quedar literalmente adherido a aquellos ojos rasgados, enormes, cuyo color gris, limpio y brillante, le recordaron a los de la maravillosa gata de su antiguo vecino, su única amiga; la única que había tenido en la niñez. Riéndose de su imaginación, se dijo para sí mismo, ¿Una gata humana?
Cuando comenzaron a salir juntos, Andrés se dio cuenta de que, para comprender a esa hermosa mujer llamada Elisa, no era suficiente con estar literalmente pegado a un diccionario. Su novia era demasiado instruida, exageradamente intuitiva, y por tanto mucho más lista de lo que él podría llegar a ser nunca. Por lo mismo, no entendía por qué ella se había enamorado de alguien como él. Vaya suerte.
Se casaron enseguida y felices se compraron un ático que daba al poniente, en una séptima planta de un moderno edificio, ya que a Elisa le gustaba ver la luz del atardecer en el horizonte, mientras las sombras se iban extendiendo sobre los tejados. A partir de entonces, Andrés se dedicó a trabajar y a contentar a su maravillosa esposa, que, por lo pronto, no tenía ni deseaba buscar un empleo. Otro punto a su favor. Vaya suerte había tenido…
Andrés se quedaba embelesado contemplando a Elisa, cuando, esta, atendiendo las tareas del hogar, se movía entre los muebles y cacharros con agilidad felina: la mujer más ágil, sensual y libre que había visto nunca. Mimosa, se dejaba acariciar solo porque le apetecía tanto como lo deseaba él, y debido a eso hacían el amor constantemente, apasionadamente, hasta el punto de acabar él con más de un arañazo en su espalda. No habían tenido hijos y eso lo apenaba. Pero a Elisa parecía no importarle. Decía que ya había tenido muchos hijos en sus vidas anteriores; y quería aprovechar el presente para encontrar el modo de renacer en el cuerpo de una maravillosa pantera negra. Él se reía de sus ocurrencias. Su mujer era tan graciosa… Lo único que lo desconcertaba era la afición de Elisa. Le gustaba perderse durante horas en completa soledad; decía que necesitaba pensar, que perderse por los campos y contemplar a los pájaros, la ayudaba a ello. A Andrés no le agradaba saberla tan lejos, tantas horas, pero primero que nada estaba la felicidad de su adorada esposa.
Sin embargo, esa mañana… ¿De verdad había visto lo que había visto o fue solo un sueño? Recordaba vagamente que despertó sobresaltado; apenas eran las dos de la madrugada y Elisa, no estaba a su lado. Echándola de menos, la buscó por la casa. Escuchó un maullido y salió a la terraza. Se sorprendió. Una preciosa gata se dirigía al pretil. De un salto, la gata se dejó caer en el tejado vecino, tres plantas por debajo del suyo. Él se asomó asustado, temiendo que el felino se hubiese hecho daño, pero los gatos tienen siete vidas, y esta estaba feliz relamiéndose los bigotes. Entonces se dio cuenta de que la gata lo contemplaba y un extraño escalofrío lo recorrió y le erizó toda la piel. La mirada gris brillante seguía clavada en sus ojos. Desde esa distancia pudo ver las lágrimas brotar de aquellos rasgados ojos de gata, grises brillantes, amorosos. Supo que el felino se estaba despidiendo de él. ¿Por qué?
Andrés se volvió a la cama. Cuando a las seis de la mañana, el sonido del despertador lo obligó a abrir los ojos, Elisa seguía sin estar en la casa. En su fuero interno entendió el porqué de su sueño. Solo que, ¿cómo afrontar esa mirada penetrante cuando volviera a casa? Y lo que era terrorífico solo de pensarlo; si ella era lo que era y no volvía a verla, ¿cómo afrontar el resto de su miserable vida? Los ojos grises de Elisa eran únicos e irrepetibles, aun así, estuviera o no su mujer en casa cuando él volviera, llamaría al siquiatra. Su trabajo de mierda lo estaba volviendo loco.
Estupendo relato. Qué bien desarrollado. Interesante y tan lleno de detalles que lo hacen tremendamente creíble.
Enhorabuena, Teresa.
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Muy ocurrente tu relato, Teresa. La imaginación te desborda.
Maruja Salgado
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