Sara Brito – Estela

ESTELA

El cuarto de pensar o “el zulo”, como lo llamaban los chicos del Centro, era un lugar ya conocido para Estela, especialmente en los últimos meses en los que su vida se había vuelto del revés. Cuando conseguías salir de allí, un olor a humedad dulce se quedaba impregnado en la nariz durante días.

La humedad también era visible en el color gris e irregular de las paredes parcheadas, por encontrarse el centro en la zona del Pinar, en un tranquilo espacio en el que se reconducía a adolescentes complicados.

Con un novedoso programa de terapias, los psicólogos, pedagogos y políticos estaban orgullosos del proyecto, especialmente porque se desarrollaba en zona rural, a la que no llegaba el bullicio de la ciudad. Allí, la tranquilidad contribuía a relajar a los chicos. Lo cierto era que desde la ciudad tampoco se escuchaban las voces y gritos de los educadores y adolescentes.

Estela notó que, tras la acalorada pelea y las lágrimas de rabia, el cuerpo se le había enfriado. Recordaba que justo antes de agarrar de los pelos y ponerle la pierna en la cabeza a la “zorra” de Andrea, una ola de calor la había recorrido; le achicharró el cerebro y el pensamiento, al tiempo que la privaba de la oportunidad de algún privilegio. “¡Adiós móvil y salir el fin de semana!”.

Pero en aquel momento, solo quería que Andrea se callara, que dejara de decir burradas por su “boca sucia”’. ¿Cómo se atrevía a nombrar a su madre? ¿Por qué dijo que ni su padre quería saber de ella, si la propia Andrea no sabía quién era el suyo?

Por eso, no pudo controlarse y empezó a apretarse los pies con las manos y a balancear el cuerpo, buscando calentarse y también calmarse. No era la primera vez que se movía compulsivamente intentando aclarar su mente.

Su abuela Dina siempre le decía: “deja de mover la pierna de esa forma, se te va a partir”. Ella asentía, pero era incapaz de detenerla. La propia maestra del colegio, tras comprobar el nerviosismo de la chica, había hablado con su abuela y le insistía que Estela estaba siempre muy inquieta, no se sentaba tranquila y que esto venía sucediendo desde hacía mucho tiempo.

Un día, Estela leyó en una revista que los niños que no reciben atención ni afecto de sus padres se vuelven ansiosos, sobre todo aquellos a los que no se les abraza ni se les consuela. Pensó que tal vez su madre la había querido mucho, pero abrazarla y consolarla muy poco, sobre todo en los continuos momentos de embriaguez que acompañaron su vida. La verdad es que no tenía muchos recuerdos de su madre, de hecho, si tuviera que describirla con detalle, le faltarían palabras. Sin embargo, sí tenía una cosa clara: nadie hablaría mal de ella delante suya. La defendería a pesar de sus ausencias y sus vicios; al fin y al cabo, madre no hay más que una, aunque se desgarrase por dentro cuando pensaba cuánto le había negado. Pensándolo mejor, la hacía sentirse una “mierda” a la que a nadie importaba.

La abuela Dina siempre trataba de darle a Estela todo lo que le pedía para compensarla por el proceder de su madre. Era tal la lástima que sentía hacia ella, que hacía cualquier cosa para que “su niña” sonriera, aunque para ello, en ocasiones, tuviera que endeudarse. Había accedido a financiar móviles, malgastar su pequeña pensión en ropa y caprichos…todo por verla feliz. Pensaba que su nieta había sufrido mucho y que mientras ella viviera no le faltaría nada, aunque tuviera que quitárselo de la boca.

Mientras permaneció en el zulo, Estela recorría mentalmente la casa de su abuela. Aquel lugar en el que había sido una reina, donde siempre gozó de todo y donde un mal día tuvo la desacertada idea de robar, amenazar, exigir, insultar, actuando como un perro rabioso que muerde la mano de su amo…, hasta conseguir cortar el único apoyo que la sujetaba.

Fueron tantas las oportunidades y tantos los errores que los propios Servicios Sociales intervinieron para llevar a Estela al centro. Andaba a la deriva, como el barco sin timón hecho añicos por los bandazos del mar. La adolescencia la trastocó. No sabía lo que hacía; se volvió como loca y entró en una espiral de autodestrucción, una espiral que en el fondo era un grito de ayuda. Quería desaparecer para volver a nacer o morir definitivamente. En aquella época probó de todo, malvivió y se perdió: Estela dejó de existir. No supo hacerlo de otra manera.

Ahora anhelaba estar en la cama de su abuela Dina y pensó en la habitación como un lugar inaccesible, al que tal vez nunca volvería o, al menos, no por el momento. Se sintió triste recordando todo esto y se hizo un ovillo, como intentando volver al nido materno. Seguía balanceándose y gimió levemente hasta quedarse dormida.

Pasó el tiempo y el hambre la despertó. Sintió que tenía los dientes apretados por la rabia y el dolor de las últimas horas. El verse obligada a estar allí sola tanto tiempo solo la hacía pensar y pensar.

De pronto, la puerta se abrió y le alivió ver que quien entraba era Magda, su educadora favorita. Le traía un bocadillo y un café. Menos mal que no era Marcelo, con quien había tenido muchas trifulcas. No soportaba a ese tío. Más que un educador parecía un perro de presa. Nunca escuchaba las razones que pudieras darle y aplicaba sus castigos sin ton ni son. Según él, las normas había que cumplirlas y si no, él se encargaba. Con su actitud se había ganado el odio de todos. Parecía como si no trabajara con personas, sino con sacos de arena que movía de un lugar para otro. Se le escuchaba con frecuencia gritando “¡que te calles!” “¡No me grites!”… ¡Vaya ejemplo! Se ponía nervioso a la mínima de cambio, y no aguantaba ni una palabrota de unos jóvenes que realmente no saben hablar de otra manera, que dicen tacos, gesticulan, alzan la voz, son irreverentes por naturaleza, y se rigen por la ley del más fuerte. No se daba cuenta de que en el fondo son sólo jóvenes que desean ser comprendidos, queridos, respetados, pero no saben cómo actuar. Todo esto lo sabía Magda y lo tenía en cuenta en su trato con los chicos.

–¿Cómo estás, Estela? –dijo con voz dulce.

–Jodida, cabreada y decepcionada conmigo misma –respondió Estela, apretando los labios.

–¿Por qué?

–Porque no he sido capaz de pasar de las provocaciones de Andrea, como me dijiste que hiciera. He caído en su juego–respondió apretando los dientes.

–Te entiendo. Te sientes impotente y ahora tienes que estar aquí, en aislamiento. ¿Qué te gustaría hacer la próxima vez? –preguntó Magda con voz tranquila.

–Ignorar lo que me digan porque realmente me da igual.

–¡Exacto! Si les haces caso, les das el control sobre tu vida. Ellos pueden hacer que tú estés bien o mal, si les das ese poder. ¿Tú quieres eso?–La miró fijamente, esperando una respuesta.

–¡No! pero es que me cuesta mucho no responder cuando me buscan.

–Si la hubieras ignorado, ella estaría aquí y tú fuera. Podrías salir el fin de semana. Estabas llevando muy buena trayectoria.

–¡Lo sé! –respondió Estela mirando al suelo–. Me estoy esforzando mucho. En el instituto no me meto en problemas y trabajo a diario, a mi manera, claro, jajaja.

–Eso irá mejorando según vayas cogiendo confianza en ti misma.

–Yo lo intento…Ahora estoy colaborando en un proyecto del aula de estética. Estamos decorando un salón con un estilo zen, agradable…como si fuera nuestro salón de belleza. Es como jugar a las casitas y, al mismo tiempo, a ser adultos. No sé cómo explicarlo. Se me ocurren muchas cosas para hacer allí… Por primera vez siento que conecto, que puedo hacer algo que vale la pena, algo bueno para mí y los demás.

–De eso se trata –dijo Magda tocándole el hombro–. ¿Sabes una cosa?

–¿Qué?

–El tren no solo pasa una vez…, pasa varias, y podrás cogerlo de nuevo.

–¿Qué tren?–la miró extrañada, al no entender la metáfora.

–El de las oportunidades. No puedo decirte que pasará siempre, pero sí que pasará más de una vez en tu vida. Eres joven y tienes mucho camino por delante. Aprovecha cada vez que pase y, si se escapa…vuelve a esperarlo y súbete con todas tus fuerzas–le dijo con una sonrisa.

Las palabras de Magda fueron como un bálsamo para sus heridas. Se despidieron acordando que Estela reflexionara sobre lo ocurrido. Una vez a solas, la chica se quedó pensativa. Miró sus manos, algo lastimadas por la pelea, y pensó que eran un instrumento fantástico para hacer muchas cosas y que era una pena destrozarlas de esa forma.

El café y el bocadillo que le había traído Magda le hicieron entrar en calor. Ya no sentía frío. Su cuerpo estaba tibio, tranquilo y lleno de aliento. Sintió que tenía un objetivo, una razón para seguir adelante. Pidió una libreta y un bolígrafo a Marcelo que ya se había incorporado de turno. Lo miró y le sonrió. Él se quedó desconcertado, al ver su cara amable.

En la libreta escribió durante toda la noche las cosas que había hecho mal, y aquellas que otros también habían hecho mal, y le habían dañado. Analizó lo escrito y decidió perdonarlos y perdonarse a sí misma. Lloró y sintió alivio. A continuación, escribió sus metas. Las más importantes eran llegar a ser peluquera y pedir perdón a su abuela. Escribió y escribió trazando un plan para conseguirlo. ¡Sabía que lo lograría!

Sara Brito

2 comentarios

  1. Siento que en este relato tan bien escrito está la semilla de una posible novela, extendiendo esa historia de la niña. Felicitaciones por comienzos tan prometedores.

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