La pasajera
Después de un fin de semana en Tenerife, volvía a Las Palmas en uno de los barcos que hacen la ruta Tenerife-Gran Canaria y viceversa. Ocupé un puesto en la fila de pasajeros para subir la escalinata que me llevaba a cubierta, y la vi. Iba unos pocos peldaños delante de mí, del brazo de un hombre que aparentaba tener cuarenta y tantos años. No sé por qué me fijé en ella, cuando la escalinata estaba a tope de gente. Pequeñita de estatura, uno cincuenta a lo sumo. Ochenta y pocos años, delgada, vestida de negro riguroso. Me di cuenta de que no viajaban solos. Los acompañaban una mujer joven, treinta y tantos, y un muchacho de catorce o quince años, retraído, aferrado a la mano de su madre. Procuraban no separárseles demasiado.
Nos adentramos en la sala de pasajeros por distintos pasillos, aun así, escogimos las butacas casi contiguas; la de ella solo una fila por delante de la mía. Podía ver su perfil. De pie, estática, se mantuvo firme hasta que la mujer joven le indicó que ocupara el asiento y le dijo al hombre que se sentara a su lado, que la entretuviera. Sus pies apenas rozaban el suelo. Enseguida colocó ambas manos en los brazos de la butaca, con desgana. Se la veía fuera de lugar. La mujer joven, le preguntó: “¿Te gusta el barco, mamá?” La pasajera asintió solo con movimientos de cabeza. A lo largo de los diez minutos que el barco tardó en ponerse en marcha, no pude dejar de observarla. Se estaba impacientando. Cruzaba los brazos, los descruzaba, recolocaba la falda, cerraba el cuello de la blusa… levantaba los pies, volvía a bajarlos… pero ni una sola vez levantó la inclinada cabeza; ni una sola vez miró más allá de las puntas de sus feos zapatos negros. El barco dejó atrás la dársena del puerto. El hombre le dijo a la pasajera: “Ahora empiezan de verdad tus primeras vacaciones”. Ella volvió a asentir solo con la cabeza.
La frase escuchada llamó mi atención y despertó mi curiosidad. Quería ver el rostro de esa mujer que iniciaba sus primeras vacaciones a una edad tan avanzada. Así que, me levanté de mi butaca, rodeé el pasillo y luego volví a mi asiento pasando por delante del suyo. Sus ojos me miraron sin curiosidad. Eran pequeños e irradiaban honda tristeza y resignación infinita. Le sonreí, pero me ignoró. De pronto vi en esa pasajera de ochenta y pocos años la representación de tantas y tantas mujeres que vivieron encarceladas en esa sociedad patriarcal que todavía hoy se empeña en aferrarse a su sinrazón, a la injusticia de condenar a una vida sin futuro a la mitad de los habitantes de la tierra. Mujeres que nunca han podido opinar y que no han tenido vida propia. Sin apenas estudios, supeditadas a sus maridos, padres, hermanos. Mujeres de campo alienadas para engendrar, criar y trabajar. Experimenté un dolor profundo por ella, por todas las que sufrieron el yugo opresor del patriarcado, por ser obligadas a esconder sus deseos bajo su vestimenta, disimular sus anhelos en poses castas, en gestos humildes, en miradas opacas. Pobre anciana, me dije. Si, anciana, no por los años cumplidos, sino por la vida vivida en un mundo donde no las tuvieron en cuenta, y ahora, como plantas sacadas de sus tiestos se ven obligadas a embarcarse en travesías que no desean. En viajes que las alejan de lo conocido y las llenan de temor.
A lo largo del trayecto me fui encariñando con mi entrañable pasajera. Ella no se movió apenas, yo, la presentía lo mismo que un geranio de campo que pronto adornaría un triste balcón de ciudad, hasta morir desojado. Su perenne resignación le impedía revelarse. Pobrecita. ¿Dónde hubiera querido estar? No lo puedo remediar; soy escritora y, por lo tanto, me inventé su historia.
Mi pasajera acababa de perder a su marido, su compañero de siempre. Vivieron toda su vida en su pequeña casa rural, lejos de ciudades y pueblos. Sus animales, su huerto, dieron lo suficiente para costear los estudios de los hijos varones, y ahora ellos estaban repartidos por el mundo. Su única hija había casado bien, con un buen hombre trabajador y cariñoso. Vivía en Gran Canaria y le había dado aquel nieto, algo tímido, que aún se aferraba a su madre, ¡pobre niño! Tenía que echarle una mano a su hija para conseguir que se espabilara. Los hijos no solían a visitarla, su hija, sí. Era su deber. La muerte de su padre los llevó a los tres hasta la casa, y una vez reunidos, acordaron que ella no se podía quedar sola. Por lo tanto, tendría que vivir con su hija. Su yerno, amable, quería hacerle ver que eran sus primeras vacaciones, pero ella, deseaba vivir en su casa de siempre, con sus recuerdos y la sombra de su compañero acostado en la cama que había sido de ambos. Si dejaba su casa él no podría encontrarla y entonces sí que se sentiría sola. Se lo había insinuado a los hijos, por algo ahora eran los hombres de la casa, pero estos, lo mismo que el padre, no le hicieron caso. A las mujeres no se las escucha y las hijas cuidan de sus padres.
No iba de vacaciones, pero eso no le importaba a nadie más que a ella, y a mí, por supuesto. Cómo me gustaría saber más cosas de ella. Mi compañera pasajera.
Teresa Ojeda
Una experiencia vivida por tantas mujeres sin vida propia hasta la muerte. De jóvenes, sirviendo y sacrificándose por los demás; cuando llegan a la vejez, un mueble que se puede reubicar donde mejor convenga a otros, no a ella. Muy humana tu historia.
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Estupenda historia, Teresa. Bien conducida y envuelta en un contexto tan cercano para muchas de nosotras aún. Buena exposición del trauma que sufren las ancianas cuando «otros le ciñen la cintura» al llegar a la ancianidad; cuando sus deseos ya no cuentan… y otros deciden «lo que mas les conviene».
Enhorabuena.
Lola May.
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