Los callaos
Entre ellos crecía la hierba que arrancábamos a manojitos. Precioso quedaba el efímero Portal de Belén sobre la acera con sus huertas y ríos de platina.
En días de lluvia corría el agua por la calle empedrada y se encharcaba que da gusto.
El verde, el agua, el barro y la piedra; pleno campo.
Una vez penetró en las casas un olor caliente y negro y las chiquillas salimos entusiasmadas a contemplar la máquina humeante, como si se tratara de un juego nuevo.
El manto espeso y pegajoso que escupía fue cubriendo las zanjas ya taponadas, heridas que arrancaron los callaos de mi calle.
Había llegado el progreso y el campo se apartó para siempre de la ciudad.