La taza de café

Por fin, pudo sentarse un rato. Apoyó los codos sobre la mesa sosteniendo con ambas manos la humeante taza de café a la misma vez que se descalzaba empujándose los zuecos con los pies.
Observó la taza y esbozó apenas una sonrisa. Sus colores la devolvieron a la reserva natural de Masai Mara y aquella excursión en jeeps atravesando la sabana. La belleza de la región con todas sus tonalidades ocres quedó retenida en su memoria junto a la impresión visual de sus rojos atardeceres.
Allí, el sol se tornaba inmenso y el cielo parecía sangrar. En la caída del astro, las figuras de las jirafas se recortaban contra el horizonte recreando perfectas estampas, harto contempladas, y que fueron una increíble realidad al alcance de sus ojos.
El hotel, enclavado en el mismo centro del parque Natural, gozaba de unas vistas maravillosas a unas cuidadas y frondosas zonas verdes; y los amplios ventanales del comedor miraban a la charca de los hipopótamos. En la quietud de la noche siseaban animales y ululaban las aves que no permitían que te inhibieras, ni por un momento, del entorno. África. Qué hermoso continente.
Recordó a Marcelo y sus incursiones juntos. La escapadas furtivas por la zona sin el guía. Las risas y los juegos. Era tan vital. Una sombra le veló el rostro.
Acercó la taza a la boca con cuidado y tomó un sorbo. El café estaba como a ella le gustaba: largo, claro y caliente. Entornó los ojos, deleitándose, y trató de relajar los hombros. Se recreó en las volutas alargadas del humo. Eran particularmente densas. Emergían como de la profundidad, con formas sinuosas, ondeantes; en un tono intenso de gris perlado que, a poco, palidecía por sus bordes.
Y de pronto la vio. Aquella cabellera plateada era inconfundible. Giró la cabeza y la miró con sus ojos azules, cansados, y una sonrisa débil. Se sentó frente a ella y le preguntó por Marcelo.
– Mamá, sabes que Marcelo se fue hace ya dos años ¿Para qué sigues con esa cantinela?
– ¡No es verdad! – dijo, moviendo su cabellera enérgicamente de un lado a otro- ¡Él no se hubiera ido sin despedirse de mí!
– Mamá, debes aceptarlo. Ya no volverá. Marcelo ha muerto.
– No. ¡Mientes!- sollozó la anciana-.
Extendió su mano y le acarició su largo cabello de color humo. Quiso abrazarla pero la mesa lo impedía. Entonces, oyó una voz lejana que la llamaba y, mágicamente, la imagen de su madre se desvaneció. Una pena infinita la atenazaba internamente. Mamá seguiría en la unidad de psiquiatría hasta que aceptase, si alguna vez podía, la pérdida del hijo amado.
– Celia, tienes al personal sandunguero esta noche –bromeó su compañera Marisa -. Hoy están todos como locos.
Celia miró aún sin comprender. En el panel parpadeaban las luces de la 704 y la 712 y los pitidos intermitentes acabaron por despertarla. La taza entre sus manos ya no humeaba y estaba vacía.
- Tienes la planta alborotada. Son las cinco de la madrugada y, dentro de nada, comenzaremos con la roda de control.
- Ahora me ayudará la Auxiliar.
Se hizo la luz. El turno de esa noche estaba resultando más duro de lo habitual. Llegaba de librar dos días y la planta de trauma se encontraba con el total de camas ocupadas.
Las voces se hicieron audibles desde el corredor.
– ¡Enfermeeraaaa! ¡¿Me da el chato, por favor?!
– Me duele mucho. Mi niña, ¿puede traerme un Nolotil?
– ¡Señoritaaa, el suero ya se me acabó!
Había dejado el Área de Urgencias del Hospital porque necesitaba un cambio después de la muerte de su hermano. No podía olvidar que le vio llegar tras el accidente de carretera. El estrés hizo el resto y precisó disminuir el ritmo. Pero, reconocía que los agobios se daban en cualquier área del Complejo Hospitalario. El problema seguía siendo la falta de personal.