Arrastrando la Cobija
Cada exilio es un mundo y cada exiliado un viviente desfigurado.
Alice, a pesar de su juventud e inexperiencia, o quizás precisamente por eso, se dejaba la piel en su nuevo lugar, trabajando en todo lo que se le presentara para no tener tiempo de pensar, y sobre todo, de recordar. Ednodio, su compañero de apartamento, era todo lo contrario; encarnaba a Kunta Kinte, el personaje de Raíces, quien nunca aceptó ni se adaptó a su nueva condición y pasó toda su vida ideando el escape, la vuelta de Ulises a Ítaca.
Mientras Ednodio alimentaba la idea del retorno, arrastraba la única pertenencia que arropaba el tránsito, soslayando emociones que iban desde la rabia a la impotencia y de ahí a la desesperanza. Paradójicamente, estaba en la misma posición que Alice, en el mismo sedimento acuoso del desamparo.
Ambos atravesaron el umbral del primer callejón, el exilio emocional, dentro de su propio país, día a día más desdibujado e irreconocible aún para sus memorias juveniles. Los amigos de toda la vida dejaron de responder las llamadas, excusando ausencias, sintiéndose cada vez más cómodos con las imposiciones de la revolución: nuevo lenguaje, nuevos modos, nuevos tratos; replicantes abyectos del discurso encadenado, los enviaron a la otra orilla ondeando la nueva bandera, no como estandarte y seña de su nuevo dogma, sino como declaración de guerra, marcando el territorio del que fueron expulsados.
Al acomodado en su nueva servidumbre, los que rechazaban al nuevo hombre deformado que se quiso imponer, le olían a detritus, les estorbaba su terca dignidad, repudiando su negación a ser hijos de Bolívar y parte del festín pantagruélico.
Refugiada en su guarida, Alice un buen día decidió luchar; marchó, gritó, discutió, votó y votó y votó; apoyó a los estudiantes y a sus “prometedores” líderes que poco a poco, fueron desviando el discurso abultado de eufemismos, dirigidos a ignorantes, mientras engordaban y se trajeaban de saco y corbata. Ya ni recuerda sus nombres. Negada a rendirse, dio un voto de confianza a la Mesa de la Unidad, ésta nueva desilusión no necesitó eufemismos, flagrantemente traicionaron la sinécdoque que enarbolaban, nunca las partes fueron el todo.
Cuando estaba a punto de convertirse en anacoreta por salud mental y asceta por obligación, en medio de la escasez pavorosa, llegaron las elecciones parlamentarias del 2015; un nuevo aire insuflaba sus pulmones para bajar la ansiedad y recuperar parte de la cordura que tanto costaba mantener, pero no pasaría mucho tiempo para dejarle claro de una vez por todas, que esa clase política, coral de cantos de sirena, incongruente, desfasada y pusilánime, no sabía o no quería saber a quienes enfrentaban, fue entonces cuando lavó la cobija e hizo maleta.
Dejar todo y nada a la vez, ambivalencia aún no resuelta pues el segundo exilio, el territorial, el lugar del otro, el reino de la incertidumbre, el que impele a emular a Kunta Kinte, mirando hacia atrás, vacía, ultrajada, preguntándome de dónde salió esa gente, dónde estaba escondido ese venezolano mendicante, Hades en reposo, invernando en el inframundo, acariciando el plumaje de la lechuza, aguardando el momento para lanzarse al pillaje, a la rapacería nocturna.
En la estrechez de la húmeda habitación, la pregunta vuelve cada noche, fuimos espejismo?, fuimos juglares y saltimbanquis ensayando una tragicomedia socialdemócrata de cara a un público cómplice?. Quiénes fuimos es la interrogante que fragmenta el pensamiento del venezolano, despojado de fantasía. Lo que hayamos sido le pisa los talones al exiliado, pincha la planta del pie al refugiado, despierta la conciencia colectiva cuando el mapa a gran escala no prioriza relieves morfológicos, en su lugar muestra puntos rojos, ya no por el color de la revolución, sino por la sangre derramada.