Josefa Molina – Sonos

Sonos

El sonido era realmente estridente.

Se asomó con cautela a la ventana. Llevaba semanas escuchando aquel ruido infernal que se empeñaba en romper la tranquilidad de la vecindad varias veces al día.

La primera vez que lo escuchó pensó que su origen estaría en los carros que utilizan los chicos encargados de reponer los alimentos en el supermercado cercano. Entonces, el ruido cesó justo en el momento en que buscaba una excusa para asomarse a la ventana. Demasiado tarde: la caja del tabaco no quería salir del fondo del bolso. 

El desagradable sonido volvió a surgir de la nada al día siguiente, justo cuando más liada estaba pelando las papas. Su nieto se iba jugar al fútbol a media tarde: la comida no podía esperar. Nada podía atrasar la premura del vástago de su primogénito. Cuando dejó el cuchillo en el fregadero, el ruido ya había cesado y las papas comenzaban a quemarse en el aceite hirviendo.

No habían dado las cinco cuando el impertinente sonsonete volvió a romperle los tímpanos. Era chirriante, como si una gran tiza de acero fuera restregada con rabia contra un encerado descomunal. Demasiado agotamiento para investigar su origen. Optó por subir el volumen de la televisión.

Cuando cerró la llave del grifo de la ducha, allí estaba de nuevo. Esta vez decidió que no iba a pasar un minuto más sin conocer qué o quién producía aquel estruendo tan desagradable. Envolvió su pelo con una toalla y con otra su cuerpo mojado y corrió hacia la ventana que daba al patio interior del edificio. Cuando se asomó, todo era silencio. Miró resignada el suelo. Tendría que volver fregar el pasillo. 

Aquello no podía continuar así. ¡Ya estaba bien de salir corriendo cada vez que el rugido sordo azotaba con discordancia ruidosa sus pobres oídos! Estaba dispuesta a descubrir qué había detrás de todo aquello. Un mecánico imprudente haciendo arreglos en su coche; un adolescente lleno de acné aprendiendo a tocar una guitarra eléctrica; un vecino intentando agrandar inútilmente su piso de 40 metros cuadrados; una madre abnegada que insistía en alimentar a su prole a base de purés y zumos; una joven bruja que afilaba su escoba preparando su salida nocturna; un lobo feroz limando sus uñas… Sonrió para sí misma: le encantaba que su imaginación desvariara buscando cualquier explicación plausible. Entre más loca, mejor.

Fue escuchar el primer mínimo sonido y se levantó de la silla como si un resorte la empujara fuera de ella. Aquella vez no se escaparía.

Se acercó a la ventana sigilosamente. Despacio como un gato avistando a su presa. Allí estaba, metálicamente estridente. De pronto, frenó. Ella también. Parecía como si el sonido supiera que estaba pendiente de su avance. Entonces, lento, se reanudó y con él, los pasos de ella hasta la ventana que logró abrir sin apenas emitir crujido alguno.

La anciana, regador en mano, levantó la vista hacia su ventana: 

– Espero no haberla molestado. Este cacharro hace un poco de ruido, ¿sabe usted?

– Ah, ¿sí? Pues…no me había dado cuenta, no.

– ¿No? Pues mejor, mejor, sonrió la mujer, que continuó regando las plantas.

Observó avergonzada cómo la mujer arrastraba con dificultad un maltrecho andador de aluminio que no dejaba de inundar con sus lamentos metálicos el patio de luces.

Decidió que aquella era la última vez que el desagradable estruendo se colaba sin permiso en sus oídos.

Josefa Molina

josefamolinaautora.com

 

6 comentarios

  1. Tiene pinta de ser un hecho real. Y sino, la historia está muy conseguida. A medida que la leo, me imagino la película…ja ja ja…como la curiosa, expectante hasta el final. Abrazote!!

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