El dedo que señala la luna
Todas las mañanas el grupo se reunía entorno a él: el bigotudo de la sala 6. Por una razón aún desconocida le veneraban, quizá fuese su enorme bigote, quizá aquellos diminutos ojillos infantiles entre temblorosos y relucientes en los que, a veces, de modo fugaz, resplandecía una euforia revivida en el pasado. Cuando eso ocurría, su mirada se clavaba en un punto del espacio y entonces alzaba su mano izquierda temblorosa y ajada por lar arrugas, hacia un punto del espacio insospechada. Era entonces la señal que todos esperaban a lo largo de la tediosa mañana en aquella inmensa sala blanca inundada de cretinos e inútiles estupefacta. Era entonces cuando todos se levantaban como arrastrados por un magnetismo feroz que les arrancaba sin piedad de los diversos lugares donde se hallaban ahítos y atrapados en sus manías y tics. Y caminaban hacia él como hipnotizados bajo el incomprensible convencimiento de asistir a un apocalipsis aplastante e irrenunciable. Se arrastraban hacia él y le rodeaban como acólitos de Dionisio extasiados ante la contemplación de semejante gesto rotundo, y todos, sin excepción, se quedaban paralizados allí… mirando con la boca abierta, babeando, sin parpadear casi con la mirada clavada en el dedo de su mano que siempre señalaba hacia un lugar absurdo e inexplicable de la sala.
Aquel día tenía su índice separado de la mano derecha tal como el dios padre creador de la Creazione di Adamo de Michelangelo Buonarroti y parecía estar señalando hacia una grieta negra que recorría la pared blanca del sanatorio tal como el Río Geba de Guinea-Bissau se contempla hoy desde un satélite. Lo peor es que todo aquello siempre finalizaba igual: el hombre bigotudo comenzaba a llorar, entre leves parpadeos, y grandes lagrimones en silencio. Y sin previo aviso dejaba caer la mano como si el brazo fuese de plomo macizo dando por finalizado su momento de falsa gloria. Y lentamente salía de su éxtasis abochornado por ser el protagonista de semejante escena patética. Era entonces cuando el resto de los allí reunidos permanecían aun contemplando en el vacío la posición que antes ocupaba su mano hasta que salían de aquella quietud con paroxismo y gritos, envueltos por sus típicos gestos rígidos y violentos; encerrados en la estulticia de su propio lapso de credulidad idiota. Y así el bigotudo se abría paso entre los del círculo arrastrando sus pies y su macilenta cara de decepción absoluta. Transformado por una espesa tristeza que emborronaba su antigua mirada de ídolo veraz. En el ínterin a veces se le oía musitar entre dientes una leve letanía a modo de aforismo ciego e inútil, ese día al pasar a mi lado le oí pronunciar con su boca pastosa y tímida: za.. za…¡Zarathustra!
Roberto Iglesias
[…] Roberto Iglesias es licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad Oviedo; formador de ofimática, asturiano de origen, balear de adopción tras años de residencia en las Pitiusas y actual residente en Gran Canaria. […]
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