Rubén Mettini – Embriones desechados

Embriones desechados

Nota: Este cuento está inspirado en una composición de piano de Eric Satie que lleva el nombre de Embryons desséchés. La traducción sería Embriones disecados pero yo lo interpreté como Embriones Desechados y este pequeño fallo generó la trama del cuento. Además, el argumento coincide, vagamente y por casualidad, con la trama de la novela de Kazuo Ishiguro Nunca me abandones (Never let me go), publicada por Anagrama en 2005, pero mi cuento es muy anterior a esa fecha.

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Nuestra cuna fue un frasco de experimentación y por corralito tuvimos cubetas de vidrio. Nos cuidaban excesivamente. Nos recluyeron para protegernos. De tanto en tanto uno perdía un pulmón y otro, el páncreas. Sobrevivíamos. Ellos son los Perfectos y nuestra existencia mantiene vivos a alcohólicos de 90 años o a fumadores que pasan del centenar. Ellos sobreviven gracias a nosotros que ganamos una nueva costura en nuestros cuerpos.

Nos encerraron en el lugar más inútil: una biblioteca. Ya nadie utiliza estos sitios. Son como sumideros pero extremadamente higiénicos. Nadie quiere que nos enfermemos. Sin embargo nosotros pudimos utilizar esa basura llamada libros para darnos cuenta de que nos explotaban. Los Perfectos nos llaman los Desechados. Somos el proletariado de las vísceras, enfrentados a los sanos capitalistas Perfectos. Unos proletarios a quienes con frecuencia anestesian y, horas después, despiertan con una nueva sutura.  

Poco a poco llegamos a entender el sentido de nuestras vidas, la razón de nuestro encierro, la crucifixión de nuestras costuras. Aprendimos a leer y a entender esos textos olvidados. ¡Tenemos tanto tiempo libre! Vivimos leyendo y esperando una cirugía.

Damos pena. Vimos fotos de los Perfectos en la playa. No tienen estas costuras. Broncean su piel junto al mar y, para comer, les sirven la carne sobrante de los embriones desechados, una vez que nosotros hemos perdido demasiados órganos para sobrevivir. En cambio, los Desechados nos alimentamos de zumos espesos que los enfermeros nos proporcionan tres veces al día. Nosotros también ambicionamos comer mejor.

Por eso nos escapamos. Era fácil. Un volumen grueso golpeó con mucha fuerza contra la cabeza de la enfermera que traía los zumos. Ganamos la calle. Algunos gritaron consignas sobre la revolución del proletariado y clamaron que los Desechados unidos jamás serán vencidos. Corrimos en grupo hacia la costa. La calle que baja desde la biblioteca termina allá.

Al vernos aparecer, los Perfectos huyeron. Dos cayeron redondos sobre la arena. Infartos. Deberían estar esperando nuestros corazones. A los otros los veíamos huir espantados. Habían sentido hablar de nosotros pero, como estamos encerrados, nunca habían visto nuestras burdas costuras.

Con las uñas arrancamos trozos de carne. Intentamos eso que ellos hacen con nosotros. En uno de los libros de gastronomía de la biblioteca se enumeraban sus platos preferidos: muslo de embrión desechado con muselina de ajos tiernos o paletilla de embrión a la parrilla. Mientras puedan seguir creándonos tendrán asegurada su alimentación. La carne cruda de ellos no era buena. Demasiado dura, con músculos donde se debía hincar el diente con fuerza. Acabamos por preferir los zumos.

Lo que más nos gustó fue acercarnos al mar. No sabemos nadar. Todos nos quedamos en la orilla, mojándonos los pies y luego volvimos. No nos interesa ocupar el lugar donde viven los Perfectos, especialmente porque cuando decidan volver a sus residencias junto a las playas, nos someterán a horribles torturas. Entramos contentos en la biblioteca. Ayudamos a despertar a la enfermera y, al abrir los ojos, nos vio bebiendo nuestros zumos diarios. Le pareció haber sufrido simplemente un ligero desmayo.

Seguí animando a mis compañeros a leer esos textos revolucionarios y a inventar consignas agitadoras, pero estoy convencido de que las revoluciones acaban fracasando porque los Desechados terminamos optando por la comodidad de nuestra vivienda, por el mundo conocido, por los libros que siempre nos consuelan y por los zumos tres veces al día.

Estirado en la camilla, con el cuerpo cubierto por un lienzo blanco, después de esa inyección que me ha dado la enfermera, ya siento el ligero cosquilleo en las piernas y la cabeza que se va nublando. Dentro de poco caeré dormido. Mañana despertaré con una nueva costura, a menos que los Perfectos decidan otra cosa.

Facebook: Rubén Mettini

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