Sasa Sosa – El don de la palabra

El don de la palabra

el don

Lo despertó el dolor de cabeza y una sed tremenda que había estado intentando ignorar durante horas. Se levantó despacio, para no despertarla y porque el dolor lo obligaba a caminar como un equilibrista en prácticas, tambaleante y a punto de dejarse vencer por la gravedad, que los domingos lo atraía con más fuerza. Lo de anoche no era nada nuevo, ya casi se había acostumbrado a sus reproches y a su insistente necesidad de hablarlo todo, de exteriorizar todo lo que se le pasaba por la cabeza y encima pensar que eso era lo que debía hacer una pareja normal. –Normal, ¿qué es normal?, pensó mientras se preparaba el típico desayuno de una resaca: batido de chocolate y un buen surtido de dulces.

Con ella siempre pasaba lo mismo; él hacía algo que a ella le molestaba y entonces llegaba el momento de las explicaciones, las profundizaciones y las introspecciones, siempre por ese orden. La búsqueda constante del arjé, la necesidad de identificar todas las emociones, eso era lo que no podía soportar. Por eso, cuando ella soltaba culebras por la boca, cuando reclamaba su necesidad de saber, él solía quedarse callado y después de un rato dejaba de escucharla y se concentraba en cualquier cosa: una araña patuda que cuelga del techo, un rayo de luz que enciende una baldosa, una mosca que se posa en el hombro de ella y se frota las patas delanteras como a punto de hacer algo malicioso…entonces la miraba otra vez, pero la veía y oía desde muy lejos, haciendo aspavientos con las manos mientras él se preguntaba cuánto tardaría en marcharse aquella mosca. Después llegaba el silencio, un silencio atronador lleno de cajones que se cierran a golpes, de puertas que se sellan y de tabiques que se levantan sin permiso de obra. Este tipo de escenas se repetían cada vez con más frecuencia porque cuanto menos decía él más necesitaba saber ella.

Cuando se levantó fue hasta la cocina y allí se lo encontró, parapetado detrás de un surtido de chocolate digno de la fábrica de Willy Wonka. Lo saludó con un beso y un –Buenos días, cariño– que él sintió sincero y conciliador; como siempre, intentaba disculparse de sus gritos a base de carantoñas, único momento en el que no le parecía necesario verbalizar todo lo que se sentía. Él respondió al saludo con una sonrisa indulgente y salió corriendo al cuarto de baño, porque unas terribles náuseas le retorcían de repente las tripas. Cuando terminó de vomitar se lavó la cara y al mirarse en el espejo vio algo pegado a su labio inferior, una mancha negra, sin duda restos de algo que no recordaba haber comido, pero cuando se llevó el dedo a la boca y cogió la mancha, se dio cuenta de que en realidad se trataba de una letra, negra y diminuta. –Bueno, a saber qué hice anoche, al menos parece que hubo algo de cultura– y sonrió mientras hacía desaparecer la pequeña letra por el sumidero. De modo automático echó un vistazo al interior del váter antes de tirar de la cisterna y entonces se quedó paralizado, sin saber si se había vuelto loco, seguía borracho o aún estaba dormido: el interior estaba lleno de manchitas negras que se habían quedado pegadas a las paredes, estaba lleno de letras. Un ser humano en su sano juicio habría salido corriendo presa del pánico, pero él tenía una resaca tremenda que le nublaba la razón, así que, sencillamente tiró de la cisterna y volvió a meterse en la cama. Así se esfumó el domingo.

Al día siguiente, mientras pateaba las calles solo para poder decir que estaba buscando trabajo, era un despojo humano que parecía haber robado el traje que llevaba puesto; tenía la cara desencajada por las náuseas, un color cetrino en la cara y el caminar errabundo de un loco. Se encontraba terriblemente incómodo y a los escalofríos propios de la resaca se sumaba ahora una molesta picazón por todo el cuerpo, así que decidió marcharse a casa para darse una ducha y meterse otra vez en la cama.

Una vez en su casa, se sintió mejor, aunque aún seguía notando esa molesta irritación. –Directo a la ducha– se dijo mientras empezaba a desprenderse de la ropa. Se quitó la chaqueta y la tiró sobre la cama, luego los pantalones; pero cuando se quitó la camisa se dio cuenta de que sus axilas estaban llenas de puntitos negros. No pudo evitar recordar el episodio del día anterior y un escalofrío le recorrió la columna. Atrapó con los dedos algunos de esos puntitos, –letras -dijo en voz alta- otra vez letras. Incrédulo, se quedó mirándose las manos sin entender nada, sin poder comprender qué le estaba pasando, –¿Cómo habían llegado allí aquellas letras? ¿de dónde salían? ¿se había vuelto loco de verdad?– A pesar del pánico, decidió no contarle nada a ella, –sería capaz de hacerme responsable de esta locura y obligarme a ir a terapia– pensó, y un extraño mal sabor se le instaló permanentemente en la garganta.

Pasaron los dos días más desconcertantes de su vida. Hiciera lo que hiciera, su cuerpo parecía estar lleno de letras que buscaban culminar su verdadera naturaleza: ser palabras. Si sudaba sudaba letras, si lloraba lloraba letras, si accidentalmente se cortaba, eran letras lo que manaba de la herida. Todo él estaba ocupado, culminado, lleno de un sentido oculto que pugnaba por salir de cualquier manera, tanto que, aquí y allá, habían empezado a brotarle letras tatuadas por la piel.

Cuando ella llegó del trabajo, comieron juntos y juntos se sentaron delante del televisor, para idiotizar un poco la mente mientras hacían la digestión.

¿Qué tal el día, cariño?– Preguntó ella mientras ponía dos tazas de café en la mesilla que estaba delante del sofá.

Ah, como siempre– contestó el, –sin novedad en el frente- Y se quedaron mirando la tele, cada uno en su particular universo mental. Hizo lo que hacía siempre: callarse. Y como siempre, por el miedo. Miedo de no ser entendido, de ser ridiculizado, de ser malinterpretado, miedo de quedar expuesto, miedo de ser frágil.

No la escuchó cuando ella le relató su día, ni cuando le reprochó que se sentía abandonada; ahora lo que necesitaba era concentrarse en sus pensamientos, no era ella con la que le urgía hablar. –No tiene otra explicación, me he vuelto loco, loco de remate– pensaba mientras ella le recriminaba que había dejado el baño hecho un asco por la mañana. No le respondió, casi nunca lo hacía. Tan solo llegó a escuchar algo del final, cuando le decía que con él era imposible discutir, porque nunca opinaba nada y ella acababa siempre hablando sola, como una loca. El se quedó mirándola sin verla, hasta que ella, con ganas ya de agarrarlo por el cuello, daba la vuelta y, con un portazo, se metía en la habitación para hacer las maletas.

El portazo lo devolvió a la realidad y allí se vio, de pie en medio del salón, contemplando cómo se multiplicaba la velocidad con la que le brotaban las palabras por la piel. Se abrió la camisa y se bajó los pantalones; ni un centímetro quedaba ya virgen. Presa del pánico fue corriendo al cuarto de baño, dispuesto a meterse en la ducha y frotarse hasta arrancarse la piel. Cuando se miró en el espejo, completamente desnudo y desamparado, vio cómo le corrían las letras por las mejillas y caían al lavabo, construyendo palabras azarosas y mensajes incomprensibles imposibles de traducir, porque el azar siempre crea con absoluta libertad, sin respetar reglas ni medidas.

Antes de marcharse, ella se acercó al cuarto de baño, llamó a la puerta y dijo – ¿estás bien?- Al no recibir respuesta añadió –vale, yo me voy. Que te vaya bien. Ya te llamaré para terminar de recoger mis cosas.

Desde la bañera él escuchó su voz mientras, como si fuera la escena de una película, veía cómo las letras iban llenando por completo la bañera, saliéndole por la boca, por los ojos, escribiéndole la piel y conquistando el exterior, el lugar al que debían haber llegado desde un principio, cuando eran una herramienta de comunicación y consuelo. Quiso gritar, decirle que la necesitaba, pero no fue capaz. Sin poder apenas respirar, no pudo evitar pensar en un epitafio que le dibujó una sonrisa destartalada y grotesca: -“Ahogado en su propia incapacidad para compartir, asfixiado por el silencio, así murió este idiota que, ahora sí, quiere hablar”.

Abrió los ojos sin moverse, temiendo que la realidad coincidiera con sus miedos. Giró la cabeza a un lado y ahí estaba ella, durmiendo apaciblemente. Se volvió, la cubrió con un abrazo y le susurró al oído un insólito “te quiero” que le llenó la boca, le devolvió el calor al cuerpo y restableció su ritmo basal. Desde entonces, las palabras solo le salen por la boca.

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Blog: Reflexiones irreverentes, cuentos irrelevantes

13 comentarios

  1. Pues ese don has demostrado tú tenerlo, guapa. Muy bonito y ‘elocuente’, no de ‘locura’, sino de ‘loquor’, hablar (en latín). Me gustó muchísimo. Es difícil a veces empalabrar lo que sentimos, pero hay que hacer el esfuerzo, amistarse con la palabra y hacerle honores. Un abrazo, Sasa.

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  2. Es un relato muy bueno. Niega una frase hecha que no me gusta: «te arrepentirás por lo que has dicho, nunca por lo que has callado». Creo que la PALABRA puede servirnos para crear puentes, aunque muchas veces se usan para atacar. Enhorabuena a la autora.

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  3. «Porque el azar siempre crea con absoluta libertad, sin respetar reglas ni medidas». Me ha encantado tu relato Sasa. Describes situaciones en las que quizá nos hayamos setido ya inmersos o alguien a quien conociemos. Es un placer leerte.

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  4. A MI TAMBIEN ME GUSTO MUCHÍSIMO. TUVISTE UNA IMAGINACIÓN PARA CREAR EL RELATO EXTRAYÉNDOLO DESDE LA IMAGEN, CHICA! ¿SABEN QUE A VECES PERDEMOS PERSONAS MUY VALIOSAS POR NO HABER DICHO UNA PALABRA A TIEMPO….? TAMBIÉN EL RELATO ME SACÓ UNAS POCAS SONRISAS Y ME HIZO MUCHAS COSAS REIR, LA HISTORIA ES FANTÁSTICA, QUE IMAGINACIÓN….! EL MENSAJE BUENÍSIMO. Y COMO LO RELATASTE Y LA TRAMA TAMBIÉN. FELICIDADES A TODOS Y SIGAN DÁNDOLE A LA PLUMA! BESOS Y RECUERDOS DESDE LONDRES, ANDREA MOLINA

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