Sasa Sosa – Tan solo un árbol

Tan solo un árbol

Tan solo un árbol 1

Colgó el teléfono y siguió leyendo la revista tumbado en el sofá. Este Mario es tonto -pensó- cree que por tener un jardín nuevo lo van a apreciar más los compañeros. Yo diría que me tiene envidia porque todos me aprecian mucho, pero sobre todo porque sabe que soy un tipo íntegro. ¡Qué sabrá ese idiota de ecología! Sería incapaz de distinguir un saltamontes de un langostino.

Fabián nunca había tenido un enfrentamiento directo con Mario, pero siempre le habían dado un poco de grima las personas como él, con la autoestima en ralentí, porque le parecía que estaban siempre listos para saltar sobre aquello que no pueden ser. Por eso se inventó una excusa cuando lo invitó a la inauguración de su jardín, diciéndole que iba a estar todo el fin de semana fuera y no podría ir, con lo que le apetecía… Una sonrisa de satisfacción le cruzó la cara mientras pasaba la página, porque sabía que el tonto de Mario deseaba que él y sobre todo él fuera a esa inauguración, pues en su estupidez creía que humillándolo, él se engrandecía, por una ridícula operación de inversa proporcionalidad.

Leía un artículo que criticaba a los bio-hipócritas, esos que se creen ecológicos pero cambian de móvil en cuanto tienen los puntos, tiran el plástico en el contenedor amarillo pero entierran los cigarros en la arena de la playa y separan la basura orgánica pero compran el embutido envasado en plástico. Estos falsos verdes, afirmaba la publicación, son los más peligrosos, porque están convencidos de que son la solución cuando en realidad son una parte importante del problema. Preferible la franqueza de los que ni hacen ni dicen que hacen, porque su actitud nos permite saber dónde está el mayor problema: en la educación. Fabián se quedó un rato pensativo, repasando incongruencias propias y ajenas en un esfuerzo idiota por salir indemne. Muchos lo consiguen y él no era menos, así que se dijo:

-Vale que cambio de móvil cuando acumulo puntos -pensó- pero es que si no lo hago yo lo va a hacer otro, y ¿qué hago?¿Le regalo los puntos a la compañía? Porque una cosa es ser ecológico y otra muy distinta, idiota. Así se quedó tranquilo, sin darse cuenta de que esa reflexión era precisamente la que lo convertía en un imbécil.

Asomado a la ventana que daba al pelado jardín intentaba imaginar cuál sería el aspecto final de la obra que iba a empezar muy pronto. Hacía casi una semana que se había puesto en contacto con una empresa dedicada al diseño y ejecución de jardines ecológicos. El emplazamiento, en la parte delantera de la casa, era perfecto, y la escasa irregularidad del terreno facilitaría mucho la faena de los operarios. Mario Martínez de la Nuez, publicista de una empresa de telefonía, tendría un jardín ecológico que impresionaría a todo el que pasara por delante de su casa, incluido su verde compañero de trabajo, Fabián Carvajal Collado.

Trabajaban juntos desde hacía años y, aunque entre ellos no había una rivalidad evidente, Mario lo odiaba en silencio. El carácter encantador de Fabián, su calidad humana (que a Mario siempre le había parecido fingida) y su compromiso con la ecología, que tanta admiración arrancaba en los demás, resultaba insoportable para Mario, que siempre se había considerado, en comparación, un tipo gris y poco comprometido, del montón. Pero ahora todo eso cambiaría, con su jardín ecológico, al que invitaría para su inauguración a todos los compañeros de trabajo, sobre todo a Fabián, por fin sería aceptado y considerado en su justa medida. Sería el más verde entre los verdes. Mientras pensaba en ello, asomado a la ventana que daba al pelado jardín, no pudo evitar que una sonrisa se le escapara de la boca mientras se veía a sí mismo como el centro de atención y a un Fabián aislado y apartado, comido por los celos.

El furgón de la empresa se presentó a primera hora de la mañana, con la fresca, para exponerle el proyecto y tomar las primeras medidas sobre el terreno.

-Lo primero de todo será talar ese eucalipto- dijo el técnico a Mario, a quien en realidad la conciencia ecológica le llegaba solo hasta la admiración de los demás. No le importó en absoluto que hubiera que sacrificar aquel árbol medio seco, que a juzgar por su altura, de unos doce metros, debía de ser añejo. Aún así, para no parecer un desaprensivo, preguntó:

-¿Si? ¿De verdad? Parece un árbol muy viejo….

-Lo siento, señor, pero es una especie que consume gran cantidad de agua y eso es totalmente contrario a nuestra política y a nuestra especialidad, los xerojardines, que precisamente se caracterizan por su bajo consumo. Una vez que lo hayamos talado podremos empezar la obra y, en seis semanas, si todo va bien, tendrá un jardín que será la envidia de todos sus vecinos. Si está de acuerdo, podemos empezar mañana mismo a primera hora.

Esa noche Mario se fue a la cama muy excitado, se acostó muy tarde imaginando no tanto el jardín como las reacciones de sus vecinos, sobre todo la cara de Fabián, al que explicaría detalladamente las ventajas de los xerojardines, una eco-tendencia muy nueva y, por tanto, muy interesante. Describiendo las bonanzas de su nuevo jardín, se durmió cuando empezaba a despuntar el alba. Aún así, cuando escuchó el ruido del furgón, a eso de las siete y media, se levantó de un salto, corrió al cuarto de baño y salió disparado hasta la puerta, donde ya le esperaban cuatro operarios cargados con una enorme motosierra, una escalera, cuerdas, cuñas y un hacha.

Una vez se colocaron todas las medidas de seguridad, casco, gafas, botas con puntas de acerto y guantes, los operarios se dirigieron hacia el árbol, casi en el centro del jardín. Uno de ellos, el más fuerte, golpeó el árbol con el hacha para determinar la sonoridad de la madera, porque los sonidos agudos indican que la madera está viva, mientras que la madera muerta suena hueca o apagada. La lógica de la energía. El árbol está vivo- dijo después de un par de golpes. Miró hacia Mario en busca de aprobación y, viendo que éste asentía dejó paso al operario que cargaba la motosierra. Una vez activado el freno de cadena y accionado el estrangulador, con un solo tirón del cordón de arranque la máquina empezó a rugir. El primer corte en horizontal debía darse a la altura de las caderas, así que el operario separó un poco las piernas y acercó la máquina al árbol hasta que lo tocó, pero el contacto fue tan brutal que salió disparado hacia atrás, haciendo un recorrido por el aire de al menos tres metros. Todos corrieron y lo ayudaron a levantarse.

-¿Estás bien? ¿qué ha pasado? -preguntó uno de ellos.

-No lo sé -contestó el operario volador- Ha sido algo muy raro, solo lo he rozado y parece como si me hubiera empujado un camión a toda velocidad. No es nada, estoy bien. Bebió un poco de agua y se acercó de nuevo al árbol. Otra vez activó el freno de cadena y tiró del cordón de arranque. La máquina se puso inmediatamente en marcha, lo mismo que el operario, quien empezó un segundo vuelo que, por repetido, le dejó magullado y dolorido también el orgullo.

-Vale, parece que este árbol es más duro de lo que pensaba- dijo al levantarse. Vamos a tener que recurrir a otro método, pero no se preocupe, esto es normal. Volveremos mañana con el material necesario.

A la mañana siguiente, a la misma hora, Mario volvió a saltar de la cama con el mismo entusiasmo y a presentarse en la puerta de su casa, a pesar de haber dormido mal por un dolor que se le había instalado de repente en las piernas y los brazos. Allí estaban otra vez los operarios, esta vez armados con palas y una excavadora de oruga.

El trabajo avanzaba a buen ritmo y el perímetro que habían establecido para sacar la tierra tenía ya una altura de un metro. Mario estaba exultante, mirando por la ventana que daba al pelado jardín, entretenido como nunca con el sudor ajeno. Entonces la excavadora se paró. Mario supuso que el operario tendría que descansar, beber agua o secarse el sudor, pero el tiempo pasaba y la máquina seguía parada. Desde abajo, el operario le hizo señas para que se acercara. Cuando llegó a la base del árbol, le dijo:

-Lo siento, señor. No sé qué es lo que ha pasado, pero la excavadora se ha estropeado, no va. Vamos a tener que llevarla al taller y volver mañana.

-¿Cómo? -dijo Mario levantando la voz- ¡Tiene que ser una broma! ¿no? ¿Me está diciendo que tampoco hoy van a quitar de aquí este maldito árbol? -dijo gritando, pero enseguida se sintió avergonzado por haber reaccionado así, como un energúmeno, no como un auténtico ecologista.

-Lo siento de verdad- contestó el operario- las raíces de este árbol son muy fuertes y ha llevado a la excavadora hasta el límite. Vamos a tener que utilizar otro método. Pero no se preocupe, esto es normal. Volveremos mañana con el material necesario.

Mario se sentía abatido. Asomado a la ventana que daba al pelado jardín dejó que se le pasara la tarde mirando aquel árbol tan decidido a vivir con un desasosiego que no sabía de dónde venía, porque era tan solo un árbol. Cuando cayó del todo la noche, cerró la ventana y se fue a dormir. Se sentía mustio, decaído y completamente exhausto. Durmió mal. El hombro izquierdo le dolía mucho, como si la humedad se hubiera instalado en sus articulaciones. Debe ser artrosis -pensó- mi madre también la padecía, pobrecilla.

El día siguiente siguió el mismo esquema de los anteriores, pero Mario no saltó de la cama ni bajó corriendo las escaleras. Los operarios habían decidido envenenar el árbol para, una vez muerto, poder cortarlo con más facilidad. Hicieron agujeros en la madera con un taladro y con ayuda de una enorme jeringuilla le metieron un chute que debía de matarlo en unas siete horas. No se preocupe -dijo el operario- todo irá bien. Volveremos mañana a derribar el árbol y empezar la obra. Este veneno es infalible. Mario lo miró con incredulidad pero, ¿qué otra cosa podía hacer sino confiar en que funcionaría?

Antes de meterse en la cama, Mario miró por la ventana al pelado jardín. Tantos intentos por acabar con aquel árbol estaban empezando a hacerle sentir culpable. Se quedó mirándolo, tan grande, tan solo, tan desamparado y hasta sintió lástima por él. Aquel árbol había sido testigo mudo de tantas cosas… Pero la pena no le llegó para más y se fue a la cama mientras volvía a imaginar el proyecto acabado y a Fabián derrotado.

A la mañana siguiente el árbol seguía inmutable, como si nada de aquello fuera con él. El veneno que había de matarlo en siete horas fue introducido por segunda vez, y al día siguiente recibió una tercera -y según el operario- definitiva dosis.

Habían pasado siete días desde que comenzara esta pesadilla y Mario notaba  que le estaba pasando factura psíquica y físicamente. Se sentía muy abatido y se dio cuenta de que le había dado tiempo de adelgazar algunos kilos. Además, el cuerpo le dolía, le costaba cada vez más subir y bajar las escaleras, cualquier movimiento suponía  sudor y trabajo, como si sus músculos estuvieran más rígidos. Tengo que ir al médico -pensó- esta artrosis va a matarme.

Subió con un esfuerzo enorme al piso de arriba, arrastrando el cuerpo con paso de zombie, sintiendo los músculos cada vez más agarrotados. Entró al cuarto de baño para lavarse los dientes, pero cuando empezó a peinarse se quedó paralizado de espanto: un enorme mechón de pelo castaño se quedó en el peine. Mario se quedó horrorizado y, sin poder moverse del sitio, sintió que el cuerpo se le helaba y se le ponía la carne de gallina. Dejó el mechón en el lavabo y se llevó una mano temblorosa a la cabeza. De nuevo un enorme mechón se desprendió de su cráneo. -Dios, ¿qué me pasa? ¿qué es esto? ¡Esto no es artrosis! – Como si se hubiera vuelto loco empezó a tirar con las dos manos del pelo hasta que no le quedaron más que un par de mechones en su sitio. Volvió a mirarse en el espejo con la mirada desencajada, sorbiéndose las lágrimas y los mocos, completamente alucinado. -No pasa nada -se dijo cogiendo aire e intentando serenarse- mañana mismo voy al médico, me haré unas pruebas y podremos meterle mano a lo que quiera que sea esto. Podría ser cualquier cosa, incluso nervios por culpa de ese maldito árbol.

Algo más tranquilo se metió en la cama. Le costó mucho trabajo quitarse la ropa, porque los músculos parecían negarse a obedecer sus órdenes, una especie de agarrotamiento le hacía cada vez más difícil cualquier movimiento. Mañana estaré mejor -se dijo- y cuando lo dijo notó el castañear de los dientes de puro terror, pero prefería no pensar en lo que sentía, no ahora, no de noche, no solo. Agarrándose a los muebles consiguió por fin acostarse. Estaba demasiado nervioso para dormirse y había tenido que poner una garrafa de agua al lado de la cama porque le había nacido una sed espantosa que parecía insaciable. Sin embargo, muy poco a poco, se fue quedando dormido de puro agotamiento mental.

Cuando abrió los ojos vio el techo de su habitación, de madera noble, muy caro. Su primer pensamiento fue para el árbol del pelado jardín y una extraña sensación le atravesó todo el cuerpo. Se sentía raro, no sabría decir por qué, pero se sentía diferente. Su cerebro lanzó al brazo derecho la orden de moverse y retirar la sábana, y entonces lo vio. Sin poder evitarlo su cuerpo empezó a convulsionarse llevado por el pánico. El universo a su alrededor se sumergió en una oscuridad absoluta y solo quedó aquella espantosa imagen. Lo que sostenía la sábana no era una mano sino una rama de árbol. Tenía la misma estructura que una mano, dedos, muñeca, brazo, antebrazo, pero todos ellos formados por ramas de distintos diámetros y tamaños, de los que sobresalían pequeñas ramificaciones más finas que convertían aquel miembro en una caótica estructura difícil de reconocer como una mano humana. Al fijarse un poco mejor pudo ver que había insectos dentro: arañas, hormigas y cucarachas se movían veloces entre las ramas. Mario se quedó petrificado, hubiera querido gritar, pero solo sentía que un espanto inmenso recorría todo su cuerpo paralizándolo, incluidas las cuerdas vocales. Vio cómo se movía aquella mano, con aquellos dedos huesudos, marrones, llenos de astillas que sobresalían por todas partes y hasta podía escuchar el sonido de los insectos corriendo entre la madera. Había vuelto la sed, una sed como jamás había sentido pero, cuando intentó incorporarse para coger la garrafa, se dio cuenta de que su otro brazo era de la misma naturaleza. Un ataque de pánico se apoderó de él, pero como apenas podía moverse el miedo se le salió los ojos, tan hinchados y abiertos que gritaban ellos solos. Su tronco continuaba siendo humano, pero de aquí y de allá le salían pequeñas ramificaciones que le dificultaban mucho el movimiento. Intentó levantarse, pero se dio cuenta de que de rodilla para abajo también habían empezado a salirle ramas, así que intentó darse la vuelta para sentarse en la cama, pero no pudo dirigir el impulso y terminó cayendo al suelo. Mientras estaba allí, boca abajo, con la cabeza a medio lado, moviendo torpemente las ramas de las manos y los pies, con la boca abierta pero sin poder gritar, intentando que el miedo no le robara la vida, sonó el teléfono. Por mucho que intentó arrastrarse fue imposible. El teléfono volvió a sonar. Era el sonido de la esperanza, el sonido del -¡Por favor, venga enseguida a mi casa, llame a una ambulancia, me pasa algo raro!- el sonido de la salvación, el sonido que podía acabar con el terror que ahora sentía. El teléfono sonó una tercera vez y saltó el contestador. Era Fabián. Llamaba para agradecerle la invitación a la fiesta de inauguración de su jardín ecológico, pero quería disculparse porque estaría fuera todo el fin de semana, que lo sentía mucho, pero que iba a asistir a una convención de exojardinería, un concepto nuevo que parecía muy interesante, que ya le contaría a su vuelta, que gracias y que adiós.

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