2 de pecho
« Soñé que en un estado más requebrada me vi».
Así rezaba en un recordatorio que ella misma había escrito con estilográfica de tinta negra y con letra gótica imitando las delicadas maneras de su abuelo materno. Había leído una vez algo parecido en alguno de esos gruesos y mohosos tomos que su abuelo coleccionaba. ¡No sé para qué! -se decía.
Se lo había aconsejado su psicóloga. Bueno, no exactamente de esta manera, pero necesitaba poner su sello porque a ella nadie le decía lo que tenía que hacer, y si alguien, de reconocido prestigio, osaba, entonces se sentía en el deber, hacia sí misma, de dar un paso o dos o tres más allá, que pareciera que era iniciativa suya, pues ¡buena estaba ella! Necesitaba dar su do de pecho y va y lo estampa en la puerta de su nada discreta habitación, que quedaba al fondo de la sala de la masía que, durante un tiempo, había compartido con su padre y su madrastra, ya en la senectud, y ahora muertos.
Allí estaba el rótulo al fondo de la sala y justo en frente de la entrada a la misma, de forma que a ningún visitante mínimamente observador le pasaría desapercibido.
Al final de la terapia, su psicóloga, meritoria reconductora de todo ese agitado tráfico mental, le había sugerido que no estaría mal poner en la puerta del armario o espejo de su baño un adhesivo que le ayudara a recordar que era hermosa por el simple hecho de ser única e irrepetible. Y ella va y larga esa frase aparentemente dolorosa que a cualquier otra hubiera sumido en la tristeza pero que a ella, rebelde por proceso autodidacta y con un fino sentido del humor, la motivaba a luchar diariamente contra esa ñoñería nostálgica de un torso simétrico bimamario.
¿Qué más daba un solo pecho, o dos, o… ninguno?
Texto y foto: Alma-Amater