Más allá 

Lo extraño de estar allí, era no saber cómo había llegado. Reunió valor…, inspiró profundo,  abrió los ojos aunque carecía de cuerpo, pero aún recordaba el modo cómo lo   habría hecho cuando aún habitaba en él. Asumió la presencia de una Luz pura y absoluta, una estancia blanca sin referencias, casi infinita. Sabía que estaba vivo, y, aunque resultaba muy perturbador, era suficiente. Recordaba quién era y todo su pasado, pero permanecía atrapado e inmóvil dentro de  esa vivencia novedosa que no podía explicar. Una luz blanca omnipresente lo inundaba todo con una dulzura tibia e inédita que casi parecía hablar como si de una melodía lejana se tratase, la cual traía flotando un mensaje otrora conocido. Sin oídos se podía percibir con claridad, quizá porque todo él era un permanente existir con conciencia lúcida. La extrañeza inicial se había diluido gracias a  ese baño de luz que transmitía un candor pueril, absolutamente más potente que cualquier  argumento esgrimido desde dentro de un cuerpo celular. Aquí, ahora, sin placer ni dolor, sin  premuras corpóreas; sólo una abrumadora y prístina certeza de estar siendo inundado por la penetrante exactitud que provoca la presencia de lo perfecto. Sin estados  transitorios. Renunciaba a considerarse muerto pero también vivo, al menos tal como lo había estado  hasta aquel inevitable lapso que lo modificó todo. Carecía de emociones más allá de una inmensa certeza inamovible de que todo discurría con normalidad. Todo brotaba desde la inercia de la intención, desear algo constituía el impulso muscular de la propia presencia personal, casi etérea. En ese momento se percató que todo él era un destello brumoso como una neblina dorada dentro de la cual titilaba, inagotable, un fulgor radiante que palpitaba al unísono con la luz pura y absoluta que todo lo inundaba. En ese instante supo que no había muerto, otros, que aun sí lo creían, ignoraban que él seguía vivo en el estado más dichoso jamás conocido. “No me lloréis jamás”.