Roberto Iglesias – De Soslayo

De soslayo

Su mirada de soslayo, fugaz, trasmitía una pesadumbre impregnada por una densa y gris decepción. En sus ojos apagados ya sólo refulgía, como un titilar ígneo , un destello fino pero tan   intenso y penetrante  que aturdía con la misma potencia como lo hace todo  recuerdo  fatal que adviene de sopetón, a través de las fisuras telúricas de la memoria y la mentira. Desde donde se había logrado  filtrar, atrapada bajo   una inmensa y grotesca  montaña   de herrumbrosa chatarra que formaban sus  recuerdos. Pues no hay brillo más punzante y llamativo que el que procede de entre la oscura materia de acontecimientos. Y para   saborear ese fulgor había  que poseer la fortuna de merecer asistir a su presencia ladina y escurridiza. Él, más que nadie, sabía que todo arte emerge de recolectar y destilar  momentos diversos extraños y contradictorios que deben ser apilados hasta que   emerjan ,de entre  ellos , ese fulgor que encierra en sí todo un significado oculto, como   un aroma para el cual hay que tener un olfato preparado desde antiguo para descifrarlo. Él era esa nariz, y su mirada tan solo transmitía el horrible pesar del que conoce las   indomeñables reglas de la creación artística. Quien afirma que el arte es un consuelo  simplemente es que no es artista; desconoce el sufrimiento desquiciante que supone repetir lo eterno sin que parezca viejo ni repetitivo. Hacer de lo consabido una necesidad  universalmente significativa. Una afirmación rotunda que brota entre el ruido que gana su puesto con la misma contundencia como la luz viaja por el espacio vacío o como la gravedad se impone allá donde uno esté. Pero ni el fotón ni el gravitón saben de sí, no son felices, tampoco  tristes. Su mirada, que de pura sabiduría chamánica sabía de esto, tan solo agradecía el   encuentro con  otros ojos cuando, por sorpresa, también tenía la suerte de toparse con otra ensoñación embriagadora y turbia transportada con estoica melancolía en un  cansino parpadeo lento y adormecido. Sólo así quizá, procediera  a emitir algún balbuceo a   modo de aforismo bíblico y  hermético, poliédrico y de exquisito paladar, solo  degustable para  quien    llevara toda la eternidad rumiando el  sin sentido de los aconteceres de la vida. De su mirada se extraía una lección vital más potente que de las  ruinosas e inútiles palabras que jamás logran  transportar lo que se debe decir sin ser dicho. Porque la palabra solo es una piedra, una herramienta pobre y engañosa que  cuando no sirve para guardar silencio termina siendo, siempre, un arma arrojadiza. Por eso él atesoraba sus palabras tras el inescrutable sendero de silencio donde las había aprendido  a conservar.

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