imagen Roberto Iglesias – Anciano Sedente

Anciano Sedente

Su aliento, siempre rezumaba el olor a baba seca de los desdentados, que su último vino venía a convertir en un hedor añejo, entre cuero y leche cortada.

Con el mismo gesto de sentarse a mi lado siempre  mascullaba una palabra retorcida por los gemidos de un cuerpo maltratado: siempre era la misma palabra la que pronunciaba mutilada con ese alargar las vocales de la primera sílaba.

Todo el mundo reconocía en él ese lastre de monótona agonía, y a los ojos de sus vecinos marineros, su cuerpo no era sino un barco encallado y desvencijado, corroído por el batir de un oleaje tormentoso, aquel que él mismo había logrado desatar con cada una de sus decisiones erróneas. Cada una de éstas como una ola, que se estampaba contra su vida con la ferocidad con que lo hace la constatación de lo inevitable: la condición de su propia mediocridad.

Pero el así creía lograr los ademanes de los grandes retores clásicos, de esos que tanto había leído en su juventud y, engreído, se vanagloriaba de merecer no solo su gloria sino, ante todo, la dicha de ser escuchado con la atención severa de quien pretende salvar a la humanidad con una sentencia que nadie, en realidad, ni atiende, ni entiende.

Sentado a mi lado rumiaba sus falsas letanías de anciano prudente y venerable. Mientras de sus ojos vidriosos y su voz temblorosa no se traslucía sino la desagradable sensación del que asiste a la decadencia de todo enfermo crónico que persevera, sin razón lógica, en sobrevivir un día más sobre su propia ruindad.

Su verdadera heroicidad consistía, en realidad, en ser el ejemplo vivo de lo que jamás
un ser humano debiera hacer con su vida: desperdiciarla.

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