Josefa Molina- La crema

La crema

Cada vez que la veo, me irrito profundamente. Su sola presencia me molesta. Colocada en el segundo estante del pequeño armario blanco del aseo, me mira desafiante, sabedora de que, en caso de necesidad, no podría pasar sin ella ni un sólo día. Por eso la detesto, la detesto tanto….

Hace unos meses, los sarpullidos aparecieron un día sin más, sin avisar. Pequeñas erupciones que amenazaban con estallar como fieros volcanes, se hicieron una mañana los dueños y señores de varios de mis dedos y de mi codo izquierdo. Señores en forma de pequeños puntos rojizos que vinieron acompañados de una inaguantable sensación de picor, como si miles de agricultores microscópicos se hubieran puesto todos a la vez a crear surcos sobre mi piel preparando el terreno dispuestos a envenenarlo con sus semillas.

En un primer momento, lo atribuí a la primavera. La escasa lluvia del último invierno acompañada de la prematura aparición del sol había traído consigo la presencia en el aire de miles de transparentes ácaros, por lo que no era extraño que mi epidermis sufriera un aspecto de extrema sequedad, obligándome a untar mi piel con diferentes cremas elaboradas a base de aceite de almendras y de esencias aromáticas de áloe vera. En apenas día y medio, el baño de mi piso adquirió un aspecto muy similar al de cualquier sala de masajes, de esos de media hora a cuarenta euros, aunque exenta por fortuna de la aburrida música de ambiente tipo chill out.

Pero esta vez era diferente. La quemazón no cesaba y mi sensación de incomodidad crecía de forma proporcional a la intensidad del molesto escozor.

Una noche me descubrí en mitad de un restaurante, en plena cena con mi último ligue, yendo apresurada al servicio a calmar el picor de la piel con un poco de agua fresca. Frente al espejo, me levanté la breve camisa de pronunciado escote con la que me había vestido para provocar las delicias de mi nuevo amigo y las descubrí. Gran parte de mi torso estaba invadido por aislados grupos de sarpullidos que rodeaban estratégicamente mi ombligo y parte de mi abdomen. Asustada, regresé al comedor y me despedí de mi frustrado amante sin dejar que me invitara a llamarme algún día.

Aún recuerdo la cara de pasmo con el que quedó petrificado en la silla, mirando con ojos incrédulos cómo salía a toda prisa por la puerta del restaurante. Siempre me quedará la duda de saber si estaba en su punto la lubina al horno que dejé intacta sobre la mesa.

En urgencias me informaron de la razón de los hormigueos. Pequeños ácaros habían decidido actuar como agentes invasores de mi cuerpo con el solo fin de hacerme la vida imposible durante varias semanas. De pronto, mi piso de soltera se convirtió en un campo de batalla contra los microscópicos ocupantes. Inicié una lucha abierta que estaba decidida a ganar. No iba a permitir que unos bichitos ínfimos hicieran de mi piel su nueva tierra a conquistar. Además, contaba con una aliada, una crema prensada dentro de un tubo con logo de farmacia, que se acabó convirtiendo en la inseparable acompañante de mis días, y sobre todo, de mis noches.

Al principio, esperaba paciente dentro del roperito del baño. Pero, poco a poco, fue ampliando su ámbito de acción pasando, primero del baño a la cocina, después de la cocina al salón para reposar finalmente en un sitio destacado sobre mi mesilla de noche. Penetrar en mis dominios era un derecho sólo reservado a unos pocos y ella la había logrado casi sin permiso, ganándome la partida cada vez que la extendía sobre mi piel infestada.

Entre las dos se estableció una relación de dominación en la que yo me ví rápidamente relegada a ser la parte sumisa, subyugada por el placer que me generaba el alivio y el frescor con el que me dominaba cada vez que la esparcía sobre mis colonias de ácaros.

Sin apenas darme cuenta, la relación se hizo tan intensamente íntima que comenzó a oprimirme. No podía doblegarme a los designios de una pomada por muy necesaria que fuera para mí. Qué iban a opinar entonces los que soñaban con postrarse a mis pies y ladrar para mí como melosos perritos hambrientos.

No. Yo no había nacido para ser dominada.

Por eso, un día, en un arrebato de autoestima, la despojé de todos sus privilegios y le recordé quién mandaba allí. Ahora soy yo quien utiliza, quien usa, quien domina.

Y sin embargo, siempre que abro el pequeño armario del baño, la encuentro allí. Provocativa, deseosa de volver a ocupar un espacio cerca de mí, sobre mi mesilla de noche. Y eso me exaspera, me enerva profundamente porque me recuerda una y otra vez que hace escasamente unas semanas fui suya, entera y sumisamente suya.

Copyright Josefa Molina Rodríguez

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