FÉNIX
Ella aprendió a volar en la cuna
y, desde muy temprano,
en lugar de jugar con muñecas,
se aplicó a la tarea de reunir los pedazos
de sus pequeñas alas,
deshojadas mil veces de formas muy distintas,
pero a cual más atroz.
Por eso tuvo claro
-aunque a veces el túnel
se estrechaba hasta ahogarla-
que jamás dejaría de buscar lo imposible,
ni rendirse a las normas de la mediocridad:
descifrar el misterio de la luz reflejada
en las gotas de agua,
descongelar la risa de unos labios desiertos,
dibujar el destino con colores tan claros
que crecieran sin sombra,
escalar a la cima de cualquier horizonte…
Nunca quiso pararse en la esquina del mundo,
ni dormirse sin sueño, ni firmar un contrato,
ni mirar el reloj de las gentes que llevan
un enorme vacío por detrás de los ojos;
ni llenar la mochila con la ropa doblada,
ni fichar a las ocho…
Pero sus vuelos fueron cortos.
Sus alas remendadas no llegaban muy alto;
luchó con lo insufrible, hasta que un día se rindió.
Y se quedó varada al borde del camino,
mirando aquel montón de cenizas
que antes fueron sus alas.
Soñó con que la muerte viniera y la llevara
a mundos más lejanos,
en donde la esperanza
le aportara otra luz.
Aún sigue allí sentada
pero, de vez en cuando mueve
sus manos y su empeño, intentando amasar
otras alas mejores,
para así renacer –igual que un ave fénix-,
remontarse, y volar.
Francisca Díaz Fernández
Me encanta. Rendirse, nunca!
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Puede ser la historia de millones de personas.
Terrible realidad, y bien descrita en esta prosa poética.
Felicidades
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