FOTO-RELATO Mujeres que venían de los pantanos

                              Mujeres que venían de los pantanos

Llegaban en parejas que se turnaban por temporadas durante el año. Muchachas esbeltas, rubias, con una fresca sonrisa que acentuaban sus mejillas arreboladas; rostros cándido y hermosos que no delataban los convulsos pensamientos que excitaban sus cuerpos, erizados en jadeantes inhalaciones. La represión del deseo se dejaba colar por la piel de gallina que las delataba cuando, entre las puertas del zaguán, cedían entre caricias y susurros a las debilidades de la carne. Escuchar a escondidas los pecados que se contaban al acostarse, se fue convirtiendo en una emoción escalofriante y tensa, un ofuscamiento ante la expectativa de enterarse de secretos cochambrosos. Las sorprendía reunidas por los rincones, dándose leves codazos; rostros encendidos que llevaban a imaginar vidas licenciosas, disolutas; actos vergonzantes que les indujera a espiar culpas con su particular flagelación: comer amargo, duchas heladas, no escuchar la radio novela, atenazarse el pelo hasta las lágrimas, lavarse “sus partes” con tusas, meterse guijarros entre los dedos de los pies para salir al solar, y otros tantos que no eran visibles pero sí reconocibles por los gemidos.

 Las expiaciones eran un intento de lavar la conciencia y renovar el estado de gracia. Lo repetían como un mantra sanador: no caeré, no caeré, no te defraudaré en pensamiento, palabra, obras y omisión. Propósitos que no siempre se cumplían. En aquellos tiempos, los ingenuos habitantes de la casa no podían imaginar los pensamientos que atormentaban a las penitentes, a excepción de la primera mujer que llegó del pantano. Ella sí que dejaba escapar risitas y zascas, aprovechando los ratos en que la señora se entregaba a sus preces. Estaba obsesionada con el sexo, era su tema favorito, sobre todo haciéndose preguntas de  cómo serian las relaciones sexuales de parejas conocidas, burlándose de sus defectos físicos, preguntándose cómo lo harían el mocho Luis con la coja Arminda; el narizón de la esquina y la panzona Evarista. Exacerbaba a la señora tener que disimular el rechazo de ese comportamiento y sobre todo, sus carcajadas. No disimulaba su odio a los feos, siendo ella una mujer sin gracia, nada atractiva, de escaso cabello, nariz chata, ojos pequeñísimos, piernas arqueadas, piel seca y escamosa.

Cuando veía a alguien por primera vez, lo primero que notaba eran sus rasgos menos favorecedores, nunca se refería  a las personas por su nombre sino por el apodo que les asignaba: el palo encebado del abasto de la esquina, el quijada de caballo y la vireta, el ojos de sapo y la chata. Pensaba que todos tenían defectos menos ella. Un día, mientras se agachaba para recoger recortes de la costura, dejó ver que no usaba pantaletas, pero lo más asombroso y asqueante fue descubrir la razón algunos días después, cuando la vieron caminar a paso rápido hacia el fondo del solar y se dispuso a orinar parada; no podían creer lo que veían, sobre todo porque nunca se le percibió mal olor, hasta que la vieron abriendo la llave de la manguera y lavarse de la cintura para abajo. Aún cuando tuviera ese mínimo cuidado y lavara sus pecados con flagelaciones sangrantes, la recordarían como una profanadora de los sentimientos, una desguazadora de los afectos, una castradora de la belleza del cuerpo desnudo. ¿Qué más se podía esperar de alguien que venía del pantano?

Niria Suárez

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