Las luces de las ventanas del Múltiple
Miré hacia arriba. Las luces estaban encendidas. Resultaba extraño porque hacía mucho que el personal había abandonado las instalaciones. Aunque siempre podía quedar alguna funcionaria que tuviera que sacar un expediente con urgencia. En este trabajo, la urgencia y el ‘para ayer’ suelen ser las palabras más usadas, tanto que resultan desgastadas, exentas de su inmediatez primigenia.
Claro que trabajar en esta área es siempre de lo de más complicado. De hecho, es como tener acceso libre al más oscuro submundo de la raza humana. De eso fui consciente desde el primer día que firmé mi primer contrato. Desde luego, no se parecía ni de lejos con la imagen idealizada de la profesión que me motivó a estudiar la carrera.
La ilusión profesional se fue oscureciendo a medida que me internaba en los subsuelos del ser humano. Resulta especialmente doloroso escarbar en las vidas de las gentes, bucear en las dramáticas existencias de los desheredados del sistema y, sin embargo, aún creo en la voluntad humana. Aún creo en la capacidad de la gente para salir adelante, para afrontar segundas, terceras y hasta cuartas oportunidades, porque uno siempre puede equivocarse y eso no significa que no sea capaz de encontrar la puerta y cambiar su destino, aunque el devenir del tiempo y la experiencia, me ha enseñado que, en ocasiones, el esfuerzo puede resultar del todo inútil.
En lo que no creía era en fantasmas. Así que cuando me contaron lo de las luces que se encendían de noche, lo de los archivos que aparecían abiertos en los distintos despachos de la planta, lo de las luces encendidas en el baño cuando no había nadie usándolo o lo de los expedientes sembrados en el suelo como si una ráfaga de viento se los hubiera llevado estando las ventanas cerradas a cal y canto, no di crédito ninguno.
¡Bastantes realidades dramáticamente humanos tenía que afrontar en el día a día como para prestar atención a esas tonterías! Si algo tenía claro es que el mal no pertenece a un mundo del más allá, sino que reside entre los folios de los archivos, entre las líneas y los párrafos de los expedientes que recogen la vida de personas que son capaces de lo más sublime pero también de lo más terrible.
Eso sí, me parecía extraño que estuvieran las luces encendidas. No soy excesivamente curiosa pero reconozco que pueden los retos. Dejé al perro amarrado en la valla y me dirigí a la puerta del edificio. Toqué suavemente con los nudillos de la gran puerta de cristal que da acceso al inmueble. El vigilante, un tipo joven y fornido, pegó un respingo. Con cara de susto, miró hacia al exterior de la puerta.
– Buenas noches. Lo siento, pero a estas horas no le puedo dejar pasar, me dijo.
– Hola, no, no, si no quiero entrar, ya me tocará venir mañana a las siete de la mañana, tranquilo, respondí con sorna. Era para comentarte que las luces de la segunda planta están encendidas.
– ¿Encendidas? Pero acabo de hacer el recorrido y estaban todas apagadas, me respondió con sorpresa.
– Pues, chico, ahora, no lo están. Asómate y lo ves.
El vigilante abrió la puerta de cristal de acceso al edificio y ya en el exterior, dirigió la mirada a la hilera de ventanas de la segunda planta.
– Pues es verdad, afirmó con gesto preocupado. Yo, de verdad, no sé qué creer. Es la tercera vez que me pasa esta semana. Recorro todas las plantas para comprobar que está todo bien, y al bajar otra vez a control, resulta que están encendidas.
– Será broma, ¿no?
– No, no se lo digo en serio. Creo que me voy a pedir cambio de destino, esto ya no lo aguanto más. ¡Voy a acabar con los nervios destrozados!
– Bah, no será para tanto, hombre, le dije intentado tranquilizarle.
– ¿Qué no? Venga conmigo, si quiere comprobarlo, me dijo ofreciéndome a entrar en el inmueble.
De pronto me acordé de mi perro.
– Es que tengo al perro atado en la valla. No me parece que… El chico miró al can.
–Tráigalo, tal vez pueda sernos de utilidad.
Dudé un instante pero, como dije antes, no creo en fantasmas ni en apariciones, así que, ¿qué más daba?
El vigilante cerró con doble llave el portalón de cristal y nos dirigimos hacia los ascensores. Mi perro trotaba tranquilamente a mi lado, más preocupado por oler cualquier rincón de aquel frío pasillo del hall de entrada que en seguir nuestros pasos.
Subimos al ascensor. Segundo piso. Fue abrirse las puertas y sentir el primer escalofrío. Efectivamente, las luces estaban encendidas. Avanzamos despacio por el pasillo. Enseguida percibí que algo no iba bien. No podría definirlo con claridad, pero desde luego no respondía al hecho de encontrar aquellos espacios vacíos del frenético ajetreo del turno de mañana. Era algo más…
Entonces, las vi: colocadas una tras de otra, las sillas de oficina que debían de estar junto a cada mesa, estaban colocadas en el pasillo central, trazando una perfecta línea recta.
¿Y esto? ¿Las has puesto tú así?, pregunté al vigilante. Pude ver la respuesta en su cara de espanto. ¿Yo, está loca?, pero ¿qué carajo?… empezó a decir. Entonces, lo vimos. Ante nuestros ojos, los cierres metálicos de los muebles archivadores, comenzaron abrirse sin que nadie los manipulara. De pronto, como si una mano invisible las extrajera de su interior, varias carpetas de expedientes fueron arrojadas al suelo estrepitosamente.
Mi perro comenzó a ladrar histérico y a tirar de la cadena en dirección a los ascensores. Un sudor frío recorrió mi cuerpo. Retrocedí mientras los expedientes eran desperdigados por el pasillo. En segundos estaba pulsando el botón del ascensor. El vigilante estaba ya a mi lado cuando la puerta se abrió. Abandoné el edificio sin apenas despedirme.
Al día siguiente llamé al trabajo para excusar mi ausencia: estaba enferma, un leve resfriado, nada grave, en dos días estaría de nuevo trabajando. Cuando días después regresé al edificio, pregunté por el vigilante en la puerta. Sus compañeros me indicaron que había pedido el traslado del servicio a un centro comercial. Argumentaba que trabajar de noche en aquel edifico era muy aburrido, que no había movimiento ninguno… Ningún otro vigilante ha vuelto a encargarse de realizar el turno de noche en el Múltiples.
Unas semanas más tarde, también yo pedí traslado a un departamento cuyas oficinas están ubicadas en el otro extremo de la ciudad. Ahora sigo ejerciendo el mismo trabajo pero con unas quince manzanas de edificios, dos parques, varias avenidas y hasta un teatro, de por medio.
Desde esa noche, mi perro ya no quiere pasar por delante del Múltiples. Y lo entiendo. Tiene miedo, yo también. Aunque reconozco que, en ocasiones, la curiosidad me puede y me acerco de noche hasta el edificio dando un paseo. Desde la distancia, compruebo que las luces de la segunda planta continúan estando encendidas.
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