Un día en la vida de Evangelina Tapia
Como todos los días 10 de cada mes, llega presurosa a la taquilla de pagos para retirar su salario como Maestra Graduada de la Escuela Primaria Nuevo Siglo. A 40 años el siglo XX, en medio de la precariedad más absoluta, obtuvo el título de Normalista, que sólo su voluntad de hierro y carácter fueron capaces de lograr. Niña-mujer, soltera, recién salida de la ruralidad con toda la carga simbólica de quien arrastra vidas anteriores, se impuso como sacrificio de vida y compromiso moral, el ingente esfuerzo de sacar adelante un cuadro familiar compuesto mayoritariamente por mujeres y recompuesto después de mudanzas demenciales y metamorfosis forzadas que cambiaban razón por fe. Esa que la llevó a entregar su vida y destino a los designios de la palabra bíblica.
Venía de perderlo todo: cañaverales y trapiches, cafetales, derechos de aguas y acequias; la casa grande con fuente en el patio adoquinado, adornado con querubines, y algo mucho más turbador e inquietante que hizo tanto a ella como a sus hermanas seres vulnerables al mundo que estaban por conocer: la pérdida de la paternidad idealizada y convertida en una presencia anulada, en convidado de piedra ocupante del rincón más retirado de la casa familiar, una vez extinguido su prestigio y autoridad paternal entre la mendacidad que oculta una vida paralela y el relapso continuado de una dupla insalvable: juego y el alcohol. Como resultado de esa presencia ignorada e incómoda, cada una de esas mujeres tejió su propia defensa, imbuidas en un mundo paralelo que las trasladaba a la iconografía social de la doblez, el disimulo, luz en la calle oscuridad en la casa, el recordatorio punzante del desamor para mantener viva las ganas de seguir adelante. El desapego purificador.
Para Evangelina, como para la mayoría de las señoritas de su época, eran tiempos de incertidumbre hacia adentro y posibilidades de realización hacia afuera. Por eso quiso ser maestra, aunque su verdadera vocación estaba en la psicología y en la orientación vocacional. Quién sabe si en el fondo se buscaba a sí misma en la observación del otro. No en balde llevaba un riguroso registro de sus casos de consulta gratuita que impartía como colaboradora de la Escuela de Psicología. Ponía su empeño en entrelazar y establecer relaciones y correspondencias, cuestión que no resultaba difícil por tener la materia prima al alcance de la mano, en su pequeña y pueblerina escuela, llena de niños desatendidos y jóvenes manipulados; y en su iglesia, donde no faltaban adultos inseguros e inestables y ancianos atemorizados del poder de Dios.
Sentada en el borde de la diminuta cama, en la soledad de la pensión que renta en el casco histórico, extiende los 400 pesos sobre el delgado colchón y procede a separar los billetes desde la más baja denominación hacia arriba. 150 para la pensión y las tres comidas, 50 para los gastos de lavandería y aseo personal, 50 para la mensualidad de la dueña de la quincalla donde saca a plazos los cortes de gabardina para los uniformes escolares de sus 6 hermanas menores, el tafetán para los forros de los vestidos, el tul para los armadores, las medias, franelillas y toallines por docenas para las que estaban ya cercanas al desarrollo, las polveras olorosas a jazmines y cremas humectantes; 50 para los pasajes semanales a la capital, 10 para la suscripción de Selecciones Reader Digets, 40 para diezmos de la iglesia y 50 para ayudar al mercado de víveres, el famoso seco, de la casa familiar.
Separados los sobres, los marca con un clip y una nota identificando el uso de cada uno. Esa tarea era para ella un momento de inmensa satisfacción. La sentirse importante, salvadora. Con sumo cuidado y concentración, los guarda en la primera gaveta de la mesa de noche, dándose por satisfecha de la labor cumplida.
Para Evangelina Tapia la vida cotidiana es una misión, cada noche cierra su día como quien llena un cuaderno de cuentas, de ingresos y egresos, de objetivos y logros, de avances y propuestas. Esa noche no sería una excepción. Va hacia el fondo de la pequeña habitación y agarra el maletín de clases que está sobre la desvencijada mecedora de mimbre; extrae un fajo de pruebas de gramática que había aplicado a sus alumnos en la mañana. Lee las respuestas con atención, colocando acentos, sustituyendo preposiciones, eliminado conjunciones. Leídas las respuestas, redacta con solemnidad un comentario escrito con una esmerada caligrafía “debe cuidar signos de puntuación, concordancias entre género y número, así como los márgenes y sangrías…”, y como anexos, divide en columnas la última página de la hoja tamaño oficio y que cada uno de sus alumnos, a su solicitud, ha dejado en blanco, para separar sílabas, diptongos, triptongos, esdrújulas, graves y llanas, a modo de memorias gramaticales que cada uno iría registrando sin demora porque en cualquier momento les haría la prueba sorpresa. Luego procede a preparar la programación de actividades del día siguiente, hilvanando objetivos, actividades, procedimientos, estrategias y herramientas, convencida su labor noble e imperecedera.
Pero aun cuando la tarea resultara extenuante, no puede evitar el advenimiento de la oquedad; al final queda con la mirada fija en el techo de la minúscula habitación y sin proponérselo, se ve a sí misma en esa imagen suya recostada en el espaldar de la cama, con las piernas doblada y abrazadas a la altura del pecho. Esa mirada posada sobre la nada no puede causarle mayor desazón y desesperanza, es la constatación del vacío inmemorial, la inmensidad profunda y persistente, amenazante y amenazada por una suerte de demiurgos perversos que restituyen huellas y señales que trata inútilmente de borrar para siempre. Rastros y memorias, aromas de boscaje que asoman tercamente en la superficie del alma, llenando palimpsestos que se reescriben si venir a cuento. De pronto le llega aquel nombre de hombre tantas veces borrado y confinado al anonimato. Asoman borrosas marcas indefinidas pero punzantes, la misma pregunta que convertida en confesión evita toda respuesta esperanzadora: ¿cómo llegué hasta aquí? Esta vez el eco de su infancia libre entre pastizales y meandros no llega a su auxilio, esta vez solo ve la nada, tan inmensa como brillante. Mañana será otro día.