Teje que teje

Comienza el verano y como un ritual, desviste el interior de su ropero y lo llena de frescura. La ropa de lana, como de costumbre, la baja al trastero hasta el próximo invierno. Allí, se sienta en el suelo y se apoya en el viejo baúl. Al rato, lo abre y empieza a sacar trastos. Toca una bolsa con asas y tropieza con las agujas e hilos que usaba antaño. Un tropiezo que la llevó a aquellas tardes de aquel verano en la mercería del pueblo, donde aprendió a hacer punto y donde se enamoró por primera vez. Recuerda que a pesar del calor infernal que había y las dos horas que pasaba tejiendo, no le importaba tanto como el chico que veía sentado cada tarde en el parque de enfrente. Medio escondida tras la ventana de aquella tienda, sentada en una banca, tejiendo sin parar, indiferente a las conversaciones que allí se decían, sus ojos embelesados lo miraban con una tontuna que desprendía cierto romanticismo. Todos los días se repetía la misma escena. Nunca le dijo nada. Y es que por aquel entonces, su timidez podía más que su valentía. El temor de ser rechazada, le aterraba. Así que decidió crearse sus propias fantasías y seguir mirándole tras la ventana. Aquel lugar, aquellas personas, e incluso las agujas e hilos, fueron testigos de esas primeras conversaciones de chicos, en su caso, de ese chico, que como los primeros puntos que aprendió, también definió como bobas y simples, pero fundamentales para salir del cascarón y dejar la armadura. Con el paso de los años, descubrió por otras personas cercanas, que aquel chico también estuvo enamorado de ella y que nunca le dijo nada porque sentía el mismo miedo de ser rechazado. Hay hilos, en este caso, invisibles, que las agujas del tiempo no pueden dominar, no pueden crear historias, si no somos nosotros los que las hacemos posible.

Rosario Ibrahim