FOTO-RELATO Breve conversación con la muerte

Breve conversación con la muerte

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Esta mañana abrí mi página de Facebook y lo primero que atrapó mi atención fue la sugerencia de amistad de una mujer entre los 65 y 70 años, de nariz ancha y labios gruesos mostrando un intento de sonrisa que contrasta con la luminosidad de los ojos grandes y brillantes; antes de ver en nombre al pie de la foto ya me había inquietado ese rostro tan poco armónico y contundente. Era Berta Peralta, mi amiga inseparable de la escuela primaria. La acepté de inmediato y mientras escrutaba qué había quedado de aquel rostro de niña que tengo en la memoria, mi pensamiento voló hacia aquellos años en los que el tiempo parecía detenido, sin sobresaltos, una lentitud soporífera que contrastaba con mi imaginación ardorosa; rememoré las veces que hacíamos novillos para merodear por sendas cercanas, hacia los confines de un mundo estrecho, perezoso, aunque nunca aburrido, al menos para nosotras, cuya gran aventura era recorrer caminos arbolados que conducían a las orillas del Morere, aguzando la escucha del trino de canarios y el clamoreal de las guacamayas, que se hacía aún más estridente en la quietud de las calles desoladas y borrosas por la eterna calima.

Le escribí de inmediato por inbox, dejé mis datos y pedía por favor se comunicara cuánto antes, resaltando el gusto que me daría ponernos en contacto. El recuerdo de Berta se plantó abierto y presencial, la tenía allí en la pantalla pero lo que mis ojos veían era a una niña chaparrita, trabadita como solía describirla su madre, sacando del bolsillo de la falda plisada un pequeño pañuelo blanco con las iniciales BP en cursivas, bordadas en rojo, para secarse denodadamente los puntos de sudor que tercamente le humedecían el bozo, sobre todo en aquellos momentos de presumible aventura. Caminaba enganchada a mi brazo, ansiosa por escuchar los relatos sobre mi abuela, que yo repetía una y otra vez, mientras avanzábamos por la trocha solitaria que conducía al rio.

Para ser exacta siempre tuvimos una única conversación a la que, en cada entrega, añadía nuevos secretos y planes imaginarios. Reiteradamente me pedía que le contara por qué le decía que me gustaba tanto la idea de la muerte. Desde niña he tenido el deseo recurrente de morir -no es que tenga vocación suicida- simplemente la muerte dulce me parecía de gran belleza, un paso natural, quizás inculcado por la abuela a quien perseguía a todas horas para escuchar de su hilo de voz apenas audible, los padre nuestro y avemarías que dedicaba al siervo José Gregorio Hernández, implorando la sanación de todos sus males que, para ser sincera, nunca eran visibles pues más bien mostraba una salud envidiable; de hecho murió a los 105 años, quien sabe si esa longevidad fue producto de las visitas nocturnas semanales del Siervo de Dios.

Pero lo que a Berta le resultaba demencial, era que la abuela se acostara cada noche, no sólo esperando las intervenciones quirúrgicas del siervo, sino también su buena muerte. Estaba convencida de que moriría mientras dormía, razón por la cual, nunca fue a la cama sin bañarse y untar todo el cuerpo de un aceite oloroso a romero y lavanda, para luego ponerse un primoroso camisón blanco de encajes, el fondo de seda debajo, y sus inmaculadas pantaletas de algodón, celosamente guardas sólo para uso nocturno. Una vez debajo de la sábana, rezaba la oración de la noche, siempre en mi compañía, puesto que debía estar presente para renovar su ultima voluntad antes de morir, siendo yo la designada para su estricto cumplimiento: ponerle el vestido de seda marrón, el escapulario y que le quitara sus aretes de oro y los tomara porque sería su única beneficiaria.

Pasaron dos semanas sin tener respuesta de Berta, pero mi inquietud por reencontrarla seguía intacta. De modo que le escribí a Panchita Noguera, quien a veces nos acompañaba en esas cortas y “audaces” andanzas hasta el río, para preguntarle si tenía contacto con Berta. Panchita y yo conservamos una discreta amistad, sin mucha frecuencia pero me alegra encontrarla de vez en cuando. Durante aquellos años de infancia llegamos a formar un trío bien avenido, pero ella no soportó el acoso de la que fuimos objeto por las compañeras de clases, por que a decir verdad, y aunque no justifique la burla, juntas no pasábamos desapercibidas: la flaca huesos marcados (yo), la regordeta bigotesudado (Berta), y ella la “caraecaballo” por su alargada mandíbula. De hecho nos llamaban el trio Estrella de Plata por que así se llamaba el circo que unas tres veces al año visitaba al pueblo. Fue tan dura su experiencia que se cambió de colegio.

Panchita Noguera respondió mi mensaje. En efecto, estuvieron en contacto hasta finales del 2017. Berta Peralta se hizo maestra, nunca se casó ni tuvo hijos, sí muchos sobrinos a los que ayudó a salir del país. Fue uno de ellos el que le informó que a la señorita Peralta como la llamaban sus alumnos, yendo de Carora a Guanare en el estado Portuguesa, una banda de encapuchados a plena luz del día, vistiendo unas enigmáticas franelas rojas con dos ojos negros pintados en el frente, los interceptaron, asaltaron y dispararon a modo de despedida, maldiciendo que los celulares que llevaban esos desgraciados pasajeros no eran de última generación. Ignoro que hacen los familiares con las cuentas que dejan abiertas sus difuntos, en el caso de Berta por omisión o por decisión de sus sobrinos, sigue activa, ella sigue viva y hasta nos invita a agregarla como amiga quizás esperando volver a morir pero esta vez en una cama de sábanas limpias con olor a jazmín. Qué buena suerte la de mi abuela. 

Niria Suárez

Un comentario

  1. Un relato que cierra perfectamente esa historia de una abuela y tres amiga. Bello y triste el destino de Berta Peralta, que sigue viva en Facebook y asesinada en la realidad. MI enhorabuena.

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