El cuadro
Una tarde, en mi exposición de pintura, en un local de Moisés House, en Ámsterdam, entró en la sala una jovencita de rostro cándido, de cabellera dorada en cascada hasta la cintura. Ataviada con blancos tejidos vaporosos. La falda le llegaba casi a los tobillos, y su traslucidez permitía adivinar la belleza de sus largas piernas. Portaba una blusilla de manga corta, que si bien holgada, silueteaba sus senos de Venus. Calzaba ligeras zapatillas romanas. No llevaba nimbo, tampoco alas, pero yo empezaba a considerar como probable, que me hallaba en presencia de un ángel.
No conseguía apartar la mirada de su dulce garbo. Se volvió hacia mí y me saludó con un leve gesto de cabeza, al cual correspondí con una sonrisa, un tanto estúpida, aunque frenado por mi turbación, pude hacer un gesto de amable elegancia, con tanta galanura como Luis XV, para animarla a visitar la exposición. Ella asintió con gentileza y durante una hora de andar pausado, se recreó deteniéndose en cada obra. Al sentirse atraída por una en especial, se volvió y me requirió con una voz sin afectación, en perfecta armonía con su etéreo donaire.
—Por favor, esta pintura ¿me la puede definir un poco?
Me acerqué trémulo embrujado por su encanto y su hálito de lavanda.
—Se trata de una metáfora poética. A primera vista es una flor, sin embargo, tiene una segunda lectura… es a la vez un sexo femenino y una flor…
—Me gusta mucho. ¿Cuánto vale?
—Trescientos euros — Le dije mintiendo, pues el verdadero precio doblaba la cantidad.
— Si mi padre me ayuda, se lo compraré. Voy a instalarme con mi compañero en un pequeño apartamento para estudiante y me encantaría colgar el cuadro a la cabecera de la cama… ¿Puede usted reservarlo hasta mañana por la tarde?
—Desde luego — respondí. ¿Cómo negarme?
La joven abandonó el recinto dejando en el aire su perfume a naturaleza.
Al día siguiente, ya casi a punto de cerrar el local, el ángel apareció de nuevo, se acercó y, llanamente, me dijo con aire compungido:
—Lo siento, mi padre opina que no tengo que meter dinero en cosas inútiles. Ha sido categórico. ¡Yo tenía tanta ilusión! No importa…Otra vez será.
Se encogió de hombros y me tendió la mano que, al tenerla en la mía, desató riachuelos de estremecimiento por todo mi cuerpo. Después se alejó. Al verla partir, descolgué el cuadro y con él corrí hacia ella.
—No puedes comprarlo, pero nada impide que te lo regale, solté tartamudeando.
La jovencita me miró pasmada.
—No, no puedo aceptarlo, no debo aceptarlo ¿Por qué lo hace?
—Pues… soy incapaz de romper una ilusión tan lírica como la tuya por una cuestión de dinero.
Ella tomó el cuadro indecisa, con expresión de no creérselo.
—Sé feliz, le dije.
Musitó gracias en holandés, me dio en la mejilla un beso de pétalo de rosa y se fue…
Al otro día, sobre las doce de la mañana, sonó el teléfono de la sala.
— Good morning. Hello, please, ¿el pintor español?, preguntó alguien en un pésimo francés. Soy el padre de la joven vestida de blanco que estuvo ayer en su exposición.
— Buenos días, dígame.
— ¿Cuánto le ha pagado por ese…digamos, nuevo capricho?
— No ha pagado nada, señor, se lo he regalado.
– ¿Cómo lo ha pagado?, preguntó con una entonación impertinente que no me gustó nada.
— Señor, ¿sospecha que su hija se ha acostado conmigo para conseguir el cuadro? Pues no, ¿vale? Simplemente, no he podido privarla de su ilusión por una cuestión de dinero. Dígame, ¿qué clase de padre es usted?
Mi interlocutor cortó de golpe.
— Espero que ese idiota no vaya a presentarse aquí con intenciones de gresca, me dije.
No se presentó. Pero al final de la jornada, la joven etérea, princesa de la sonrisa, llegó con una cestilla plena de manzanas, que me ofreció con solemnidad.
—Es para ti. No tengo otra cosa para agradecer tu gesto, dijo con su voz tan dulce como los frutos que me entregaba.
Emocionado cogí la cesta. La joven se alejó con pasos de terciopelo. Me quedé mirándola, convencido de que la vería levitar camino de las nubes.