FOTO-RELATO Tenique de mi casa

Tenique de mi casa

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Paradojas de la vida, algunos duelos que tenían lugar en la casa de la familia del difunto, o difunta, allá por los años sesenta, podían llegar a convertirse en una celebración casi festiva. Sabido es que, en situaciones de este tipo, en las que se impone una cierta solemnidad y hay que guardar la compostura, la risa se despierta con facilidad ante cualquier salida de tono, una picardía que se dice al oído, o ante la actitud de las viudas que, según solían gritar, se quedaban solas para siempre jamás.

-¡Ay, Juan, tenique de mi casa! ¡Que te fuiste pa siempre jamás y me dejaste sola en este valle de lágrimas! ¡Ayyyy!, Señor, que te lo llevaste pal otro mundo, y me quedo sin sustento.

El sustento y el tenique vienen a cuento porque entonces las mujeres no ejercían otra labor que la de ama de casa y eran los maridos los que traían el jornal, los mantenedores. Por ello, al quedarse viuda, la esposa recibía donativos en forma de sacos de papa, cajas de plátano, y todo tipo de alimentos. Tenían reservas de café, garbanzos, judías, lentejas, harina y fideos, entre otros productos, hasta varios años después de enviudar.

-Vámonos al duelo  de Antoñito Ramón, el padre de Tata la boba, que, según le contó mi padre a mi madre, está diciendo palabrotas –propuso Pepín, que ya tenía nueve años, a uno de sus amigos del barrio, con una sonrisa socarrona reflejada en la cara.

-¡Ay, Antonio de mi vida! ¡Mi compañero, mi esposo! ¡Que te fuiste de este mundo y me dejas con esta cruz que Dios me ha dado! –gritaba la viuda, refiriéndose, con lo de la cruz, a la hija que tenía tan pocas luces –. ¡Ay, Antonio! ¡Con lo bueno que tú eras!

-¡Cállate, puta, que era malo! –saltó la hija, repitiendo la frase una y otra vez.

Los niños salieron corriendo a la calle para reírse a carcajadas. Lo mismo hicieron los hombres, aunque con más moderación, y las mujeres, sentadas en la sala mortuoria, se aguantaron la risa como buenamente pudieron.

En otra ocasión, un tío político de Pepín, que era más bruto que un arado y al que le gustaba empinar el codo, se presentó en un duelo familiar con una trompa de campeonato. Trastabillando, entró en la sala mortuoria, cogió una silla, le dio la vuelta y se sentó apoyado en el respaldar, de cara al difunto. Al poco se durmió y, sin tardar mucho, se cayó al suelo, dándose un porrazo que lo despertó de golpe.

-¡Hostias, me he caído! –dijo, con expresión de estar en otro mundo, y nadie pudo aguantarse la risa. Incluso la viuda se rió. Y a Pepín y a sus amigos les pareció que hasta en la cara del finado se había dibujado una ligera sonrisa.

Facebook: Quico Espino

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