FOTO-RELATO Americanos de naranja o fresa

Americanos de naranja o fresa

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Le encantaban las batallas de su abuela. Le parecían legendarias las historias que le contaba cada lunes, desde hacía meses, cuando él, librándose de la escuela, la acompañaba al pueblo vecino a vender pescado salado y tortas de millo. En el trayecto, sentados en las butacas crujientes del coche de hora, Peregrina, aparte de los amargos episodios de su ya larga vida (las dos guerras mundiales, la civil española, la hambruna de la posguerra, las peripecias que tuvo que hacer para sacar adelante a una prole de hijos en un mundo de penurias…), le habló muchas veces de Canelo, un burro que había comprado en 1905 y que tiraba de un carro que ella conducía hasta los caseríos cercanos, cargado de quesos, aceitunas, pan que ella misma horneaba, gallinas,  cueros de baifos… Para anunciarse ataba una campanilla al cuello del animal antes de entrar en los pueblos.

-¡Por favor, abuela, dime el cuento de cuando Canelo se hacía grande y chico! –le pidió Pepín, con cara de contento. A sus nueve años, el único coche al que se había subido, aparte de la guagua, era la vieja camioneta de su padre que parecía una cafetera antigua, y sólo dentro del pueblo. Salir con su abuela le resultaba una aventura.

Atendiendo a la petición de su nieto, Peregrina le contó que una vez, yendo ella con el burro cargado de queso por las medianías, tuvo la mala ocurrencia de comerse un fruto similar a un tuno, que resultó ser una planta venenosa a la que llaman semilla del diablo.

-Al cabo de un rato el mundo se puso a dar vueltas, y el campo se tiñó de colores. Me asusté tanto que me quise bajar del burro, pero, de repente, Canelo empezó a crecer y a crecer hasta llegar a la copa de un manzanero. Las manzanas se abrieron como bocas nauseabundas de las que surgieron ranas y lagartos. ¡Casi me vuelvo loca! Desesperada, grité y chillé, y entonces Canelo comenzó a hacerse más pequeño. Cuando mis pies rozaron el piso, me bajé y, de inmediato, me metí los dedos en la garganta. Y, gracias a Dios, eché todo el veneno para afuera. ¡No me quiero ni acordar! ¿Y tú, malandrín? ¿Fuiste al cine ayer, a ver la película de los domingos? –preguntó, pellizcando cariñosamente la cara de su nieto.

Sí. Era una del oeste.

-¿Y qué echaron en el Nodo?

-A Franco inaugurando un pantano, a Lola Flores y a Manolo Escobar. Y por la noche vi un programa en el televisor.

-¿En el televisor?

-Sí. Es la primera vez que lo veo. Lo pusieron en la tienda nueva de electrodomésticos, detrás del escaparate, con un altavoz que daba para la calle. Era la hora del Paseo de los domingos, y todos los chiquillos estábamos allí.

-¡Qué bien! ¡Ojalá pudiéramos comprarnos un chisme de esos.

Los lunes se habían convertido en días mágicos para Pepín. Aparte de librarse de ir a clase, viajaba en guagua, viajaba también con la imaginación, ya que se vio cientos de veces montado a lomos de Canelo, oyendo la campanilla mientras deambulaba por los mundos lejanos de su abuela, con la cual se divertía mucho, sobre todo escuchándola. Y lo que más le gustaba, la guinda final, era que, una vez vendidos el pescado salado y las tortas de millo, Peregrina le daba dos pesetas para que fuera a comprar dos americanos de naranja, o de fresa; y luego, antes de que se derritieran los polos al sol, se los chupaban, los mordían y se relamían, sentados en la acera, mientras esperaban el coche de hora que los llevaría de vuelta a su pueblo.

Facebook: Quico Espino

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