La sangre de Medusa
Veo Grecia entera atestada de cadáveres. Las guerras han asolado el país. Atenas, Esparta, Troya, Ítaca, Éfeso, todas las grandes metrópolis griegas ofrecen un aspecto desolador. Los cuerpos inanimados están esparcidos por doquier con poses expresivas que parecen estudiadas. El sol abrasa en un cielo azul transparente y las terribles imágenes, que se aproximan o se alejan igual que en un calidoscopio, cobran más fuerza según me acerco por el mar, encumbrado en la cresta de las olas. Con melena y barba largas y doradas por el mismo sol, ataviado con una túnica blanca, descalzo, extasiado y suspendido, doy vueltas y más vueltas sobre un médano de rocas y arena que gira conmigo y que me permite ver, con la mirada indiferente del observador que contempla desde un plano objetivo, abarcándolo todo, los distintos escenarios que asoman ante mí y que se convierten en uno solo, un escenario de muerte y destrucción, cuerpos desgarrados de hombres, mujeres y niños entre ruinas de columnas dóricas, jónicas, y corintias. Los edificios clásicos, con ellos El Partenón, emergen acosados por las llamas a través de una bruma remota, y los rostros de los dioses y diosas de El Olimpo se vislumbran enojados flotando entre los balaustres. Cielo, tierra, mar y fuego están en continua conjunción, y yo los miro desde mi posición privilegiada. Mis ojos no reflejan ningún sentimiento. Sólo soy el poeta que canta a los muertos, vencidos todos sin remisión, valientes o cobardes, héroes o canallas, nobles o villanos, reunidos en un encuentro funerario donde Caronte es el único vencedor. Veo a Perseo inerte, sosteniendo en su mano izquierda la cabeza de Medusa, la única mortal de las tres hermanas Gorgonas, que aún tiene los ojos abiertos pero que ya están secos y no pueden petrificar a nadie. Y doy comienzo a mis alabanzas:
¡Oh, Perseo, hijo de Zeus y de la terrenal Dánae; tú, que degollaste a Medusa, y libraste al mundo de su letal mirada; tú, que salvaste a Andrómeda de las garras de Kraken, yaces ahora humillado y cautivo del más fuerte de los enemigos, la muerte implacable!
Mi mirada continua su recorrido y contempla ahora las caras sin vida de Ulises, Edipo, Yocasta, Patroclo, Medea, Héctor, Fidias, Casiopea, Fedra, Penélope, Homero, Eurípides, Esquilo…, y noto de pronto que soy un observador observado. Giro la cabeza para descubrir quién me mira pero no lo consigo. No me preocupa, por lo pronto, y sigo con mis cánticos de elogio y glorificación, epitafios entonados a la memoria de tan excelsos personajes que han exhalado el último suspiro en pie de guerra, amantes de la épica en su mayoría y de la lírica en contadas y valiosas excepciones.
¡Oh, Heracles, hijo de Zeus y de Alcmena; tú, que capturaste al toro cretense de Minos; tú, que mataste a tu esposa Mégara, hija de Creonte, y a tus hijos, y que luego tuviste que superar las doce pruebas que te impuso Euristeo para pagar tu culpa! ¡Oh…!
Se oye mi trova en Tirinto, en Capadocia y Constantinopla, en Cartago y en Heraclea; la arrastra el viento por el Peloponeso y se la lleva el agua por el Egeo. Tiembla mi voz de repente ante la sospecha de una mirada que me persigue otra vez. La busco. Me ofusco, atemorizado, cuando veo el ojo de cristal de las brujas estigias, que son malvadas y pueden hacerme daño, pero me tranquilizo al ver los tres cadáveres corrompidos sobre una pilastra del Erecteion, al pie de la Acrópolis. Continúo indagando, escudriño cada palmo de tierra y entonces lo veo. De entre los muertos, resucitado tal vez por un íntimo deseo de encontrarme a alguien con vida, se levanta Paris, el verdugo de Aquiles, y yo retomo mis loas en tanto que él camina hacia mí con clara dificultad.
¡Oh, Paris, valiente hijo de Príamo, rey de Troya y de Hécuba; tú, que, por amor, raptaste a la hermosa Helena y que, con loables destreza y puntería, lanzaste la flecha que atravesó el talón de Aquiles, al que todos creían inmortal!
De súbito mis labios enmudecen. Los calla Helena de Esparta, que pasa por ser de Troya, con sus dedos delicados, suaves como el terciopelo, y luego son sus labios los que silencian mi boca que quiere murmurar, susurrar al menos una queja, un gemido, un lamento, ¡oh, lo siento, no lo puedo tolerar! Pero ella no me escucha. Soy el único ser con vida a su alrededor y necesita mi aliento, mi energía, para volver a luchar, y me besa, y me devora, y me grita que me adora como tan sólo a la vida se puede adorar. Mas yo insisto: ¡Oh, disculpa, no estoy aquí para amar; soy solamente un poeta y mi trabajo es cantar!
Entonces, con la lengua de Helena libando en mi boca, presiento una terrible mirada y, aunque etérea, irreal, la veo de golpe pegada a la mía. Son los ojos de Paris los que me escrutan llenos de odio y resentimiento. Luego buscan la cabeza de Medusa y lanzan un rayo de rabia que hace brotar una gota de sangre, la última gota de sangre de la Gorgona, que cae al suelo para metamorfosearse en cientos de escorpiones gigantescos que aguijonean los cuerpos de los muertos hasta dejarlos lacerados y descuartizados. Un olor pestilente se desprende de ellos invadiéndolo todo.
Millones de lagartos asoman, como por ensalmo, y huyen despavoridos hacia el mar, lanzándose al agua con vehemencia. Las olas los transportan y, elevándose en las crestas, se transforman de pronto en peces voladores que saltan al aire ya convertidos en buitres; de inmediato, después de llenar el cielo de alas, planean hacia tierra y devoran, en segundos, todos los cadáveres encontrados a su paso.
Siento náuseas y, apartándome de Helena, esquivando también la ausente presencia de Paris, miro hacia el cielo en busca de algún elemento que me rescate de tan destemplada aventura. No quiero seguir siendo el aedo que canta a los muertos que ya no existen, digo en voz alta, casi a gritos, cuando contemplo el vuelo de Pegaso que viene hacia mí y me invita a montarlo.
Galopando por el cielo especulo entonces con la idea de que aquel caballo alado puede ser también hijo de la sangre de Medusa y él me saca de mis cavilaciones apuntando que no me intranquilice, que, ante todo, no debo olvidar que lo que está sucediendo no es sino una simple pieza teatral que llevamos representando desde hace siglos y que, por eso mismo, nos sale tan bien.
¡Qué locura! No me lo puedo creer y salto del caballo en pleno vuelo. El Viento del Oeste, muy gentil, me deposita en los jardines del monte Parnaso justo cuando Jacinto, un adorable efebo de tez morena y ojos verdes, pasea apacible entre las flores. El Viento del Oeste le silva airosamente, pero el joven no responde a su requiebro. A continuación llega Apolo, dios de la sabiduría, quien convence a Jacinto para jugar al disco. El Viento del Oeste monta en cólera y sopla con fuerza en el momento en que Apolo lanza el objeto hacia el efebo; éste lo esquiva y el disco, entre espirales, se aleja y se pierde en el espacio.
Suenan trompetas. Parecen las Trompetas del Apocalipsis. Se oyen aplausos lejanos. Giro la cabeza en pos del sonido y me enfrento al disco lanzado por Apolo que choca contra el techo a dos aguas de una casa que se halla a miles de kilómetros y de siglos de distancia. Es la casa donde nací, que revienta por los aires al contacto con el disco. Ahora soy un niño rubio de ojos asustados que grita tras el estallido de una bomba y corro como un loco, huyendo despavorido junto a mi madre y mis hermanos, por los pasillos y corredores de la vivienda. No queremos abandonar el hogar a pesar del peligro que nos acecha y nos apiñamos todos alrededor de mi madre hasta que, de pronto, asomando por el pretil del techo derrumbado, aparece mi padre, el cual, con gesto sobreactuado, nos agarra uno a uno y nos sube a un cobertizo que pende en el aire y en el que hay un pasadizo que nos conduce a un cielo atestado de estrellas.
Sacudo la cabeza y, atónito, compruebo que estoy sentado en un anfiteatro, rodeado de chicos y chicas que, al igual que yo en ese momento, deben tener quince o dieciséis años. Más desconcertado aún, me doy cuenta de que me encuentro en un planetario y de que a ambos lados de mi butaca están sentados James Dean y Natalie Wood, o sea que, no sé por qué artes del demonio, formo parte del casting de Rebelde Sin Causa, una de mis películas preferidas. ¡Qué alucine!, me digo mientras oigo la voz del profesor de astronomía: “Ante la inmensidad del espacio, nosotros los humanos, con nuestras penas y alegrías, somos absolutamente insignificantes”.
James Dean, muy solícito, me echa entonces el brazo por encima y acerca su cara a la mía. Su aliento huele a tabaco y a alcohol. Perplejo, le rehuyo y lo miro con cara de hazte para allá, por favor, justo en el momento en que vuelvo a notar la presión de una mirada que parece abalanzarse sobre mí. Y, al girar, me choco con los ojos sin perdón de Natalie Wood y pienso en el tópico proverbio que reza que si las miradas matasen yo ya estaría momificado; sostengo su mirada un instante como inquiriendo qué te pasa, chica, y queriendo hacerle entender que yo no tengo pretensiones de ningún tipo con aquel guapo muchacho, que no estoy interesado en absoluto, cuando, de súbito, ella dirige la vista hacia el cielo del planetario y fija los ojos en un meteorito en forma de disco afilado que gira y gira sin parar. Luego, en un alarde de poder mental, utilizando la sicosinesia, desvía el giro del aerolito y lo lanza hacia mi cuello a la velocidad de la luz.
¡NOOO!, grito al ser degollado y sostengo mi cabeza para que no ruede por el suelo, al tiempo que, en la pantalla del planetario, presencio un desfile de acontecimientos, todos relacionados con los aventureros episodios acaecidos en Grecia: Ulises clava una lanza en el ojo de Polifemo mientras escucha el canto de las sirenas; Narciso se ahoga abrazando su propia imagen en un lago cristalino; Agamenón sacrifica a su hija Ifigenia para mitigar la ira de Artemisa y luego es asesinado por su esposa; Leonidas, rey de Esparta, se enfrenta contra Jerjes, el rey de Persia, en la batalla de Las Termópilas; acuciado por sus circunstancias, su inevitable y fatal destino, Edipo de Tebas se saca los ojos después saber que se ha casado y yacido con su madre, la reina Yocasta; Tetis, deidad olímpica, la más joven de las Titánidas, ordena a Kraken que salga de su guarida marina y destruya a Casiopea, la cual declaró que Andrómeda ganaba en belleza a la mismísima diosa; y, por último, veo el ojo de cristal de las brujas estigias que me muestra un escenario donde se hallan, al completo, los dioses del Olimpo mirándome con inmortal y malsana curiosidad, como si mi cabeza cercenada, de la que sólo mana una gota de sangre, fuera la misma cabeza que Perseo sostiene en su mano. La cabeza de Medusa.
Y de inmediato, a un tiempo, muero y me despierto. Aterrorizado, tocándome agitadamente el cuello, con las imágenes soñadas vívidas, aún tangibles, zumbando en mi cerebro, enciendo la luz y abro los ojos a la realidad. Siento un ligero dolor a la altura del hioides y compruebo que me he herido con una de mis uñas en cuya superficie se mueve una gota de sangre que cae sobre la sábana blanca. La miro con los ojos todavía adormilados, entre sueño y vigilia, y creo ver que se transforma en un hermoso jacinto rojo que resalta en el níveo lienzo que cubre mi cama. Encandilado, embaucado por mi propia imaginación, con la delicadeza del más pulcro jardinero, cojo el jacinto, tan bello como el efebo griego que le dio su nombre, y, antes de rendirme nuevamente al sueño, pienso que esta flor que atesoro en mi mano no es hija de la sangre de Medusa, sino de la mía.
Texto y foto: Quico Espino