Roberto Iglesias- Horogolium

Horogolium

[lo diminuto, en su escala microscópica, esconde siempre una monstruosidad ignorada que solo la mirada intencional devela ]

Las arenillas, en su caída azarosa, formaban un clinamen de gigantes rocas chocando entre sí. Eran engullidas por una fuerza implacable que las congregaba en un hoyo formado justo en el centro de la superficie plana que ellas mismas formaban. Se apretujaban en su caída en un estrechamiento angosto, con tal presión, que por un instante parecían detenidas en un fotograma de granos ahítos, contenidos en el pasmo de un instante congelado. Formaban quizá un cuadro abstracto resultado de apreciar con un potente zoom una textura cotidiana ajena a todo significado. O quizá el grano de un negativo observado a través de una lupa ampliadora a los ojos de un fotógrafo en su estudio, agotado por la ímproba tarea de lograr una nitidez huidiza allí donde no se puede encontrar. O tal vez, glóbulos rojos agolpados en el estrechamiento de una embolia arterial de consecuencias fatales. Esa fatalidad silente que late en los acontecimientos inevitables. Con esa misma inercia, la arenilla se acelera para terminar cayendo en su mismo montículo de rutina formando una loma que, sobre sí misma, se desmorona. Así se va llenando poco a poco la ampolla inferior de vidrio que la contiene como un estómago que devora el fino contenido de la ampolla superior. Bastaría aumentar mil veces el sonido de esa caída y atronaría como un cataclismo ciclópeo. Con ese retumbar silencioso con la que la sangría de la ampolla superior proporciona la saciedad de la inferior. Sin desmayo ni hartazgo. En el trasvase, alguien goza contando mientras otro sufre mirando de soslayo. El último tramo de arena abandona, en su colapso final, la vasija superior. Atraviesa vertiginosa su caída libre por el estrechamiento y en su desplome final, perfila, de una vez por todas, el montículo inferior. Los últimos granitos se ruedan por sus laderas y cuando alcanzan su quietud final, alguien establece que el tiempo ha terminado: ¿Para quién? y ¿por qué?. El tiempo, mudo, jamás responde a esas cuestiones, quizá porque no tiene voz ni tiempo.

Alguien acciona una palanca, pulsa un botón, una cuchilla cae desde los alto, una trampilla se abre bajo unos pies, un conmutador se baja una silla que se enciende eléctrica, unas jeringas excretan fluidos por tubos de plástico hacia un paciente que no está enfermo.

Érase una vez un poquito de área y alguien que decidió que, a otro, se le terminó su tiempo.

Érase una vez un reloj de arena.

Facebook: Roberto Iglesias

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