Las diosa de las Aguas
Yo conocí a una mujer que soñaba con los ojos abiertos. Eran tan vívidos sus sueños, que podía alargar la mano y tocarlos, sentirlos al tacto, ver sus colores, que a veces la enceguecían por momentos de tan brillantes y luminosos que eran, y hasta podía aspirar sus aromas y saber a qué olían. Esta mujer conocía muy bien sus sueños. O al menos, eso creía ella.
La mujer soñadora era también una aventurera. Por eso, una vez que se le presentaba un sueño, sacaba de su pequeño armario su mochila, metía en ella lo que pudiera necesitar, y se iba a perseguirlo. Casi siempre los encontraba, porque los sueños estaban esperándola, muy entusiasmados de ser descubiertos por esta mujer tan especial.
Así conoció muchas montañas y tepuyes, escaló montes y descendió por valles, habló con ruiseñores y dantas, conversó con madreselvas, orquídeas y magnolias, se hizo amiga de peces multicolores, y escuchó el canto de los riachuelos, la voz del trueno, la débil melodía del rocío. Incluso, hasta las rocas le contaron secretos que guardaban desde hace miles de años; y ella supo guardarlos para no traicionarlas.
Claro que, para desplazarse de aquí para allá en busca de esos sueños que querían conocerla, la mujer soñadora necesitaba un lugar donde ir a descansar de vez en cuando. Un sitio donde guardar su mochila, su libreta de apuntes (que eran los cuadernos donde anotaba con cuidadoso esmero todos los detalles de cada criatura que visitaba), algunos alimentos y un buen lecho.
Ese lugar estaba en una isla. Desde allí, sobre sus altas montañas, ella podía divisar con su catalejo los sueños que se hacían a la mar. Unos se despedían, satisfechos; otros, apenas arribaban para ser descubiertos. Y así, bien avisada, se aprestaba con todos sus aperos, lista para una nueva aventura.
Pero esta mujer guardaba un secreto: jamás había soñado con los ojos cerrados un sueño que quisiera venir a conocerla. Su sueño nocturno era sólo un pozo oscuro, en el que caía lenta y cómodamente, para soñar en negro. Saltaba entonces de la cama para asomarse a la ventana y ver el mar, pero intuía que un sueño le faltaba. Y que era uno grande, porque su ausencia se sentía como un inmenso cajón vacío en medio del pecho.
Una tarde, cuando casi anochecía, la mujer soñadora aventurera, terminó de arreglar su mochila para su próximo sueño. Para encontrarlo debía viajar muy lejos, al sur, donde estaba la selva. Allí viven unas personas muy especiales, los pemones, que adornan sus cuerpos con vistosas plumas de aves y conocen el poder curativo de las plantas y saben también cómo surgió el mundo en el que vivimos. Pero no le cuentan estos secretos a mucha gente, sólo a aquellos seres especiales que están preparados para oírlos y aceptarlos en su corazón. La mujer soñadora los había visto unas semanas atrás, asomados a la ventana de su casa y ellos le habían pedido que fuera a visitarlos.
Pero cuando se aprestaba a salir en busca de la selva, la mujer soñadora sintió de pronto sus párpados pesados. Se recostó un momento en su jardín, bañado por la luz de las estrellas, y no se rebeló cuando sus ojos se cerraron lentamente, tocados por la mano de la noche. Se sumergió dormida en un sueño profundo, el primero poblado de criaturas vivientes.
Esta vez, con los ojos cerrados, pudo ver las cascadas inmensas que manaban de lo alto de los tepuyes. Observó cada gota del agua cristalina que bajaba a raudales de las rocas. Escuchó su voz impetuosa y amable. Y la cascada le habló. Le dijo claramente que esta vez su sueño vendría a ella. No debía salir si quería encontrarlo. Este sueño era un regalo de Roraima, la Diosa de las Aguas, y los dioses no deben contrariarse. Roraima, había elegido darle un sueño que la acompañaría, estuviese dormida o despierta, y del que jamás tendría que despedirse. Uno que tendría que descubrir cada día y que sería su sueño compañero.
La mujer soñadora despertó en la mañana, cuando los dorados dedos del Sol la acariciaron. Levantó su mochila y, esta vez, la regresó a su casa. Se sentía aturdida y apenas lograba descifrar el mensaje de la selva y de las aguas. Preparó una infusión para beberla y aclarar sus ideas. Entonces sintió un pez que nadaba inquieto, aguas adentro, en su vientre. Se acarició la panza. Y sonrió. Roraima jamás miente y a menudo sorprende. Ya su sueño estaba allí, esperándola.
Supo que era una niña. Y la llamó Roraima.
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