Rubén Mettini – Tres mujeres en el río

Tres mujeres en el río

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   Se aventura en el bosque. Entre los árboles siente el rumor de un río y un remanso que se forma más allá. Se va acercando. Le llegan al oído voces femeninas, exclamaciones vagas, risas suaves. En la fisura entre dos ramas entrevé el pequeño lago y las tres mujeres sumergidas en el agua clara. Desnudas.

   Da unos pasos hacia la orilla opuesta casi sin notar que sus botas pisan barro. Sus sentidos están al acecho, los pies avanzan en silencio, los brazos apartan el ramaje espeso. Las suelas de las botas chapotean en un fango chirle. Desde allí puede verlas mejor. Deben de ser mujeres de alguna casona perdida en el bosque. Aprovechan el sol de la tarde para bañarse, convencidas de que nadie aparecerá por allí.

   Se afirma bien, hundiéndose en la zona pantanosa. Se aferra al tronco de un árbol y curiosea. Las ropas de las mujeres están amontonadas en la orilla sobre un rincón de hierba. Ellas juegan a salpicarse. La morena hunde su larga cabellera en el agua y la saca chorreante. Sacude hacia atrás la cabeza, llena de placer por las gotas que caen contra su espalda.

    La pelirroja se sumerge lentamente y el filo del agua acaricia sus pezones. Son bien redondos y parece que se empequeñecieran cuando se hunde en el agua. Él intenta aproximarse aún más. Está seguro de que no lo ven. Puede extasiarse en la intimidad de las tres bañistas que lo ignoran. Intuye que le costará salir de allí, pero no puede perderse esas bellezas en el deleite del baño.

   La tercera tiene el pelo rubio y lo lleva suelto. Es tan largo que recorre la espalda y se pierde en el inicio de sus nalgas. El agua límpida, cuando se quedan por un momento quietas, permite reconocer las caderas o los vientres reflejados en el espejo líquido. Una se tiende de espaldas y flota con movimientos lentos. Su pubis sobresale y sobre él resbalan las gotas de agua.

   Su vista está en los cuerpos. Su oído se halla en esas voces susurrantes. Le llega el perfume desde el tronco del árbol, la savia emana un aroma que aspira con avidez. Quisiera bañarse junto a ellas, pero el pantano ya ha aprisionado sus rodillas. Se agarra a ramas blandas que se tuercen en esos lodos tan húmedos.

   Toma conciencia de su cuerpo, de su deseo. Abre bien los ojos para no perder ni una sola imagen y sus manos se arrebujan en su cintura, desabrochan el cinturón, hacen saltar los botones de los pantalones.

   Habiendo acabado su baño, las mujeres se deciden a salir del lago. La pelirroja flota aún como inconsciente, luego da unas brazadas para acercarse a la orilla. La morena intenta evitar los guijarros del fondo, avanza con pasos inciertos. Al girarse, sus pechos se balancean. La tercera, ya fuera del agua, recoge una toalla que ha dejado sobre la hierba y cubre su pecho. La morena ahora se ha sentado junto a la orilla y retuerce los manojos de su cabello negro. Los escurre y el agua cae sobre sus muslos. Ha levantado una pierna y su pubis se ofrece abierto. Jamás hubiera podido ver a una mujer en una pose tan íntima.

     Él sacude sus manos en el bajo vientre y sus nudillos se van llenando de limo. Siente que su sexo tiene la densidad de una jalea oscura que, pese a todo, ayuda a su placer.

     Ellas charlan y se van secando los cuerpos con paños que se vuelven pesados de humedad. Apenas entrevistos ahora y no menos deseables, divisa un pecho oculto por la fibra o un pubis que se muestra y se esconde en el vaivén de las piernas. Lo invade un estremecimiento, mientras ellas comienzan a vestirse. Se ponen las enaguas almidonadas, unas faldas con lazos y blusas con encaje en los puños.

    Por un momento él ha cerrado los ojos, extasiado solo con el verdor del bosque. Luego desciende de su estupor, de su breve e infinito goce. Del mismo modo su cuerpo ha ido descendiendo. El barro le aferra la cintura y comienza a chapalear con los brazos sobre la superficie espesa y untuosa. Sus manos intentan atrapar una materia viscosa y escurridiza que no quiere sostenerlo. Sus piernas tratan de agitarse en vano, pero la densidad de esa sustancia se adhiere a ellas como el abrazo cálido que imaginó que le otorgaban las mujeres. La piel tiene el peso de un metal. Y por suerte ellas no descubren sus maniobras para escapar de la ciénaga. Las sigue viendo allí. La pelirroja aún quita las últimas gotas de sus axilas.

    Es demasiado tarde para escapar de ese abrazo implacable. Ya no tiene sentido seguir ocultándose. Ahora necesita que ellas lo ayuden, que se acerquen hasta donde se halla sumergido para ayudarlo a salir. Decide gritar. ¡Ayuda! ¡Vosotras! ¡Por favor! Al oír sus gritos las mujeres se espantan. Se abrazan entre ellas. Una recoge las toallas, la otra se calza unas sandalias y la tercera mira hacia el lugar de donde viene la voz. La morena le dice que no mire, que huyan deprisa. Y las tres con pasos precipitados se alejan del remanso, esquivando árboles. Por fin se pierden en la densidad del bosque.

   Y él se resigna, masticando el fango. Se conforma pensando que aunque las tres bañistas hubieran acudido en su ayuda, de todos modos hubiera sido demasiado tarde.

Nota: El relato está basado en el óleo de Paul Cézanne, Trois Baigneuses y pretende ser una variación del mito de Acteón y Diana.

Facebook: Rubén Mettini

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