La larga cadena

La larga cadena de la ecuación permanecía inconclusa. Era solo un intento más. El despacho permanecía siempre abierto para los becarios y el profesor jamás escondía sus investigaciones. No dejaba de ser un folio desamparado en medio del totum revolutum de aquel despacho habitado por el otoñal regusto del olor a pipa. El profesor no volvería hasta la tarde. Tras el enorme ventanal enrejado llovía bajo un cielo gris aluminio sin bruñir; el clima adverso siempre ha constituido un acicate para reflexionar. Fue el momento ideal para soñar con un despacho propio, con una tesis firmada cum laude, con un despacho propio con el nombre de uno grabado sobre una placa dorada en la puerta. El confortable asiento del profesor hizo lo demás. Tomar el folio, retomar el final impreciso de la larga cadena de formulaciones, estirarla deductivamente hacia donde apuntaba desde su inicio. Paladear la resolución como una conquista inédita que permanecería anónima, como un fresco ramo de flores tendido a la puerta de aquella casa por donde, todas la mañanas, salía lozana y sonriente aquella joven inolvidable. A medio camino del final de la ecuación sonaron las alarmas, los alaridos de pánico de niños pequeños ensordeció la grandilocuencia del cálculo. Se podía presagiar, como en una premonición lúcida, el horrísono resplandor de algo inédito en la historia. La luz más mortífera, la gigantesca onda expansiva que derrumbaría las casas como naipes, la radiación final. El orgullo y la admiración académica también se volatilizaron como aquellos cuerpos que tan solo dejaron una sombra estampada en el suelo tras la explosión. El consuelo de una masacre jamás tenida por tal, el honor de la patria por finalizar una contienda, el extraño honor de planificar el holocausto más absoluto sin remordimiento alguno. Porque el papel opera como el vacío en el universo, no permite escuchar los alaridos de horror.

Facebook: Roberto Iglesias