¿Me conoces, mascarita?
Ha llegado el carnaval y la noche es una explosión de luz, hierven los deseos, los maquillajes y las fantasías de oro y plata, de plumas y lentejuelas, los ritos de purificación. Ha llegado los días equívocos y carnales. La muchedumbre ríe y se balancea al ritmo de murgas que censuran o lanzan improperios a gobernantes y personajes conocidos de la sociedad. Bailan con las comparsas, dan rienda suelta a las extravagancias y, por encima de las cabezas enmascaradas, agitan los brazos, gritan, escapan de la cotidianidad, escapan de sí mismos. La fiesta juega un papel liberador.
-¿Me conoces Mascarita?
Pero a mí me gusta recordar otros tiempos, los tiempos de la prohibición, cuando el carnaval era frenesí, aturdimiento de los sentidos, la trasgresión metafórica de las normas. Por eso, igual que los primitivos o los actores griegos o latinos adoptamos las máscaras para los actos trascendentales y bellos de la vida. Aún hoy, algunos aficionados al carnaval retroceden en la época y comienzan a usar caretas. Esas caretas pendientes de un hilo, esas caretas que decía Alonso Quesada:
-Compraban el sábado y el domingo entraban en su casa con ella puesta.
Llevar careta era poner la voz en falsete para fingir quien no era y ejercer la posibilidad de mostrarse atrevido o lanzar proposiciones a chicas o chicos o pasarse por adivin@ y leerles el destino sin ser reconocido. Y si encajaba la broma, le expresaba su sentimiento cuando notaba que a ella el corazón le comenzaba a latir más rápido. Entonces bajito le decía:
-¡Ven conmigo Vamos a bailar!
O la invitaba a torrijas o aguardiente o simplemente le tomaba el pelo, eso sí intentando arroparla con un carácter romántico. Pero ella inquieta ante la situación ponía el freno de alarma de su honor.

Lo peor es que, por aquel entonces, yo era pequeña y las mascaritas aparecían de pronto en la oscuridad, entre las sombras, e igual que animales grandes, muy grandes, con sus caretas acartonadas, tristes, patéticas, se te acercaban oliendo a alcohol. Representaban viejos, diablos incluso la muerte, Casi siempre eran hombres con sus rostros imperturbables embozados con tules, refajos, pijamas, sombreros, corpiños sostenes que encontraban dentro de un viejo baúl. A mí me daban pánico, sobre todo cuando se nos acercaban, y con grititos casi histérico, te preguntaban:
-¿Me conoces, mascarita?
Ahora las máscaras son de diseño. Y el carnaval es muy diferente. El sexo no es un tabú sino un derecho. El carnaval es una fiesta de masas, una fiesta de entrega, casi un gigantesco botellón. La fiesta de la Reina del Carnaval, murgas y comparsas, carrozas, fantasía de los drags Queens.
Una fiesta con carácter universal y cósmico, que permite la renovación a través de la muerte. Termina con el entierro de la sardina. Una forma de resistir a la muerte- resurrección, tema céntrico del simbolismo carnavalesco.
En definitiva el carnaval es una metáfora de la propia vida que acaba con la muerte. Sabiendo que nadie nos libra de ese fin.
Rosario Valcárcel
Blog-rosariovalcarcel.bloghspot.com
(1) Foto: Mascaritas, Juan Vivancos Antón Cabezo Torres
Muy bueno tu relato/artículo. Tan diferente aquel carnaval de mi infancia y adolescencia a la fiesta actual. Qué fácil es ahora disfrazarse; en la tienda de la esquina lo encuentras todo dispuesto, se te quitan las ganas! Había algo misterioso, un punto de miedo en las máscaras de antes. Tres pirfos y una pañoleta; si te daban las perras, una careta, a lo mejor un antifaz que tú misma trazabas en la tapa de una caja de zapatos… ¡Pero qué, qué, qué divertido!
Maruja Salgado
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