Teresa Ojeda – Jacinta

Jacinta

Mi abuela paterna, viuda desde muy joven, vivía con su hermana pequeña, Jacinta, solterona, en la casita de tejas musgosas que había sido de sus padres, perdida en medio del verde barranco que en otros tiempos fue un frondoso bosque de laurisilva. Mi abuela y su hermana; dos mujeres tristes y solas.

Jacinta, fue siempre una mujer extraña. No le gustaba hablar con nadie. No puedo decir que fuese huraña; solo parecía estar atormentada por algo del pasado. Cuando yo la contemplaba, no podía dejar de sentir en mis carnes la tristeza profunda que ese corazón herido, emanaba. Nos quería mucho y nos agasajaba con frutos de su huerto y nos abrazaba todo el tiempo. A mí, me adoraba y, más de una vez conseguí hacerla reír. Me gustaba estar con ella. La quería. Todos los domingos yo subía con mis padres a visitar a las hermanas. Recuerdo que me desconcertaban la rudimentaria cocina y el arcaico retrete, ubicados detrás de la casa, en el pequeño patio de cayados cubierto de helechos. Eran muy incómodos; sobre todo cuando nos quedábamos a pasar la noche. Mi padre, hijo y sobrino único, siempre estaba atento a sus necesidades.

Mi abuela murió cuando contaba los ochenta años. Por el contrario, Jacinta, murió anteayer a los ciento tres años. Mujer valiente y testaruda, siguió viviendo sola en su casa, por lo que, al final, como mis padres se fueron haciendo mayores, fui yo la que acabé cuidándola. Me ha dejado la casa en herencia, pero no la quiero. Al no estar ella, no me apetece subir a este lugar que amenaza ruina.

Hoy he venido a llevarme la cómoda. Jacinta se empeñó en que la pusiera en mi dormitorio he hizo hincapié en que todo lo que contenía era mío. No voy a defraudarla. En realidad, ese mueble me encanta. Una preciosa cómoda de recia tea, incombustible al tiempo y a los bichos. Sobrepasa el metro cincuenta de altura, y tiene cinco grandes gavetas. Siempre estuvo ahí, en la pared del fondo, como testigo mudo de tiempos mejores. Está a rebosar de ropa y su tamaño y peso hace necesario vaciarla para transportarla. Mi sorpresa fue cuando entendí que nada de su contenido había sido usado, y que, a las claras, se trata de un completo ajuar de novia; encajes de ganchillo, sábanas de lino, toallas, manteles y demás prendas propias de una chica casadera, no dejan dudas al respecto. Para mi sorpresa, de entre los pliegos de una de las sábanas, cae al suelo un sobre. Contiene una breve carta. Dice así.

Matanzas. Enero de 1850.

Querida Jacinta. Esta será la última carta que recibas. Me caso esta semana con una muchacha vecina tuya, de Montaña Alta. Llegó a Matanzas hace un año, y bailando un zapateado con los amigos guajiros, nos enamoramos. De todas formas, no pierdes mucho. Por acá no están las cosas muy distintas de las de allá. Los contramayorales de las plantaciones, aunque la mayoría son canarios, nos tratan como si fuéramos esclavos. Estoy pensando hacerme montero y trabajar por mi cuenta. Me pondré a vender malaoja como forraje para los caballos. Búscate un novio bueno, rico, cásate y se feliz.

Releí la carta. Ya sabía los motivos para la amargura de Jacinta. Su novio la dejó por otra. ¿Quién la iba a querer? Tiempos extraños aquellos en los que la mujer valía muy poco y menos si era dejada por otro, aunque ese otro, a tenor de la carta, no valiera para merecer su amor. Es triste preguntarse por qué, una maravillosa persona que supo amar a su familia con verdadero amor, pasó su vida llorando a quien no la merecía. Valías mucho, tía. Debí decírtelo durante toda tu vida.

Teresa Ojeda

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