La boda de Chefina
Anoche estuve conversando con mi madre. No soy de hablar por teléfono. Me han quedado en el subconsciente las advertencias que recibíamos siendo niños de usarlo sólo para cosas importantes, cuestión razonable pues se facturaba por la duración de las llamadas, sin contar con el hecho de que algo tan novedoso pasaba a ser muy inquietante: hablar sin ver a tu interlocutor.
Lo mismo le ocurre a mi madre al narrar episodios cotidianos. Sus relatos resultan muy divertidos, los cuenta imitando los tonos y gestos del susodicho/a en cuestión. Es su manera de contar historias, emulando al interfecto. Un histrionismo ancestral porque así lo hacían los abuelos.
Por eso, anoche fue un placer escucharla, no sólo por la conversación sino porque lo hicimos por Skype y volví a disfrutar de sus modos como antaño. El relato que me contó hacia el final de conversación le vino a la memoria porque nos dio por recordar tías y primas que hace mucho tiempo que no vemos en estos tiempos de migraciones y desmembramientos familiares. Y es que ya son numerosos los miembros de la familia que estamos desperdigados por el continente. Para los venezolanos es una experiencia muy dolorosa que aún no calibramos del todo, porque somos objeto de una migración reciente, obligados a salir de un país acostumbrado a recibir inmigrantes, a compartir los recursos y las posibilidades de crecimiento con manos extranjeras y ahora nos toca probar suerte en otros lugares.
A sus 86 años mi madre luce estupenda, una piel casi sin arrugas, y bien dispuesta a la exploración del mundo; no fue difícil entrenarla en el Skype y el WhatsApp. La vi más serena que en otras ocasiones, con blusa blanca y vaporosa, el pelo lacio y brillantes canas. Aun cuando no dejó de mencionar su soledad, no hubo queja expresa. Cuando le pregunté por las sobrinas de mi padre que no vemos desde hace años, recordó la visita reciente de la mayor de ellas, Josefina. Fue entonces cuando recordamos su matrimonio, el primero que se celebró allá por los años de 60, porque no eran comunes los enlaces matrimoniales, al menos en ésta familia, todos mis tíos estuvieron en concubinatos que se estabilizaban después de llevarse a sus novias en las madrugadas.
La boda de Josefina fue un acontecimiento. Residía en Carora, una pequeña ciudad del estado Lara. Toda su familia había nacido en Morrocoy a dos horas de trayecto en camión. Fue la primera en salir a estudiar y trabajar a la ciudad, con apenas 16 años; sus padres se mostraron reacios a dejarla marchar, pero al verla convertida en Auxiliar de Enfermería, pasó a ser admirada y respetada por todos. Fue allí, en la aldea, donde se celebró el matrimonio y la fiesta pantagruélica de tres días, pues a los invitados, venidos de aldeas lejanas y saturados de música, baile, y de consumir cuatro chivos, un marrano e ingentes cantidades de cocuy, no les era fácil montar las yeguas y burros para el regreso.
Esa noche que hablé con mi madre rememoramos un secreto a voces sobre de la exigencia que le hizo la novia a su peinadora y cuñada, de ajustar fuerte el tocado por la creencia arraigada que de llegarse a caer, era una señal de que la novia no era virgen.
Al día de hoy, no se sabe si se mantuvo firme por la gran cantidad de pinzas que tuvo que usar o porque realmente lo era. Los más insidiosos recuerdan que su primer hijo fue sietemesino.