FOTO-RELATO La cárcel de Carmona

La cárcel de Carmona

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19 de mayo de 1939, Centro penitenciario de Carmona

Ya hace un mes del fin de La Guerra, el Generalísimo está entre las montañas de la capital regocijándose en la gloria, mientras mis compañeros y yo nos pudrimos en la cárcel sin siquiera ser presos.

La Cárcel de Carmona está hecha para albergar no más de cien presos, pero está soportando más de trescientos. La situación es deplorable, escasea la comida, algunos presos llevan días sin comer, nosotros los guardias estamos sobreviviendo con poco más de media barra de pan y un vaso de agua al día. Por la falta de espacio algunos presos han tenido que dormir en grupos de tres en una sola cama. No se puede seguir así, ya han muerto tres presos y uno de mis compañeros ha sido asesinado. El jueves pasado durante el almuerzo, al recibir su media barra de pan mi compañero Francisco fue atacado por un preso hambriento, este le arranco la yugular de una mordida y se puso de cuclillas mientras comía la media barra de pan. El hambre nos hace animales. Por esto empiezo este diario, así si muero aunque sea mi madre y mi prometida sabrán como fueron mis últimos días. Y es que, más allá de la falta de comida, a lo que más temo es a la muerte del espíritu: El Silencio. Como puede ser que aún cuando estas celdas albergan a tal cantidad de gente al pasearte entre ellas no se escuche ni un alma, nada más que el sonido del silencio. Aquellos hombres y mujeres que están encerrados en esas celdas han sufrido más que cualquier otro ser en esta tierra de horrores, esas personas, si es que se les puede seguir llamando así, han visto lo dantesca que se puede tornar la vida y lo inhumano que puede ser el hombre. Estas pobres almas desamparadas son la prueba de que la muerte puede ser una bendición para aquellas almas que habitan esta tierra.

Y, por si fuera poco, yo tengo que tratar con el portavoz del Diablo en este Infierno: El Coronel Edgar Pereira. Todas las noches tengo que ir a su oficina a relatarle el mismo discurso sobre lo ocurrido durante el día:

El centro penitenciario está pasando por una grave escasez de alimento, los presos mueren de hambre y los guardias empiezan a indignarse.”

Pero él siempre ignora nuestro sufrimiento.

Después de esto voy a mi habitación donde me espera mi compañero y único amigo aquí: Alejandro Herrera. Un hombre no muy alto y de cabellos negros y muy cortos. Él siempre me pregunta lo mismo tras mi regreso de la oficina de Edgar: “¿Que te dijo mi coronel?”

Y yo siempre le contesto la misma horrible palabra: “Nada”

-Ese hijo de puta nos va a matar de hambre- dijo él.

-No, él tiene que informar sobre las faltas que está sufriendo la prisión.

-¿De verdad? ¿Entonces porque no hemos recibido nada si llevas un mes diciéndole lo mismo todas las noches?

-No sé

-Bueno, yo te diré porque: si no dice nada creerán que está manteniendo la cárcel en perfecto estado y lo ascenderán a general- se quedo callado como si esperase una respuesta, pero entonces se acostó mirando a la pared y dijo- ya vámonos a dormir, a ver si mañana nos morimos de una vez.

Al día siguiente, durante el almuerzo ocurrió, como ya era normal, una disputa, sin embargo esta fue entre el coronel Edgar y Rosalina Machado, una de las republicanas. Ella no había participado en la guerra, pero su hija fue llevada por unos sublevados a Valladolid, donde la obligaron a desposar a un general muy conocido por allí. Entonces, ella se unió a un grupo de madres que habían perdido a sus hijos a manos de la sublevación. Obviamente, las metieron presas y poco a poco las fueron fusilando, pero al llegar el turno de Rosalina, una carta de Valladolid arribó a las manos del aquel entonces encargado de la Cárcel de Carmona. Era una carta del general Ramiro Pérez Paniagua, el esposo de su hija, el cual pedía el favor de que no matasen a su suegra. Esto la salvo del fusilamiento, pero la condeno a pasar el resto de sus días en Carmona. Desde aquel entonces ya lleva casi cuatro años, siendo la convicta más antigua de toda la prisión.

A ella, por ser la única mujer prisionera, la tenían en especial estima y nunca le faltaba comida, pero eso no la hacía feliz. Ella quería que todos pudiesen comer y se negó a probar bocado aquel día hasta que todos tuviesen que comer. Edgar, estaba frente a la celda de la convicta viéndola con enojo y decepción cuando dijo:

-Todos estos años aquí la deben de haber vuelto loca, ¿no? Aquí hay hombres que llevan días sin comer ¿Y usted piensa hacer una huelga de hambre?

Ella miro al suelo y Edgar no obtuvo respuesta.

-Aunque sea tenga el honor de hablar y defender su causa, ¿O es que ustedes, republicanos, perdieron eso junto con la guerra?- entonces se agacho, la agarro por el cuello de la camisa y la levanto mientras alzaba la mano- No vale la pena- la tiro al suelo y ella cayó como un cuerpo sin vida.

Un par de semanas después llegó un nuevo convicto a la prisión, su nombre era Adrián Quesada y era un joven de diecinueve años con cabellos castaños claros, tez morena, ojos verdes y una sonrisa de confianza muy extraña en cualquier convicto recién ingresado. A él, como a ningún otro convicto, le dieron una pena definida de tres años entre las rejas de Carmona, quizás fuese porque su padre era un importante empresario de Sevilla o porque su crimen tampoco había sido tan atroz contra España, pero él sería la única persona capaz de salir del infierno llamado Carmona.

Había sido apresado por cantar canciones “en contra de España” en lugares públicos. Su padre suplicó al juez que lo dejase ir, que solo era un joven e ingenuo, pero este no le hizo caso. Entonces acudió a su amigo, el alcalde de Sevilla y este veló por la causa hasta que consiguió que la sentencia del muchacho se redujera. Así Adrián fue enviado a Carmona preparado para cumplir su sentencia de tres años. Y, además, le permitieron pasar una de sus pertenencias, la más preciada según él, una guitarra vieja que le había regalado su abuelo.

Edgar, por primera vez su historia en Carmona, quiso tener una entrevista con un convicto. Dijo que sentía curiosidad por un hombre al que el Generalísimo había perdonado.

Durante la entrevista le expuso cual sería su posición en la prisión: “Por ser el único que podrá salir de aquí, le daremos el privilegio de que nunca le faltara alimento. Pero, si llego a oír un solo acorde de esa guitarra su sentencia será aumentada seis meses y perderá todos sus privilegios.

Esa noche, Adrián pudo vivir en carne propia como era una celda en Carmona: callada y sofocante, el único color gris te quitaba las ganas de vivir. Y, además, pudo oír el silencio asesino de las noches.

A la mañana siguiente Edgar se levantó con mejor humor del común. Me mandó a llamar a primera hora y me contó que había recibido una carta de su superior desde Sevilla en la que expresaba su sumo agrado hacia la condición de la cárcel de Carmona y que la visitaría lo antes posible, a más tardar dentro de un mes.

Sin embargo, su alegría no habría de durar mucho, pues no más de dos horas después, le llego la noticia de que, otra vez, un convicto se negaba a comer. Su sorpresa fue al oír el nombre Adrián Quesada, al que mando a llamar inmediatamente y una vez el joven había llegado le pregunto con inusual comprensión:

-¿Qué ocurre? ¿Por qué no quieres comer?

Adrián no quito la mirada del piso y el Coronel no recibió respuesta alguna. Entonces el chico señalo a su guitarra, la cual había dejado en la puerta al entrar a la oficina. En ese momento, Edgar se percató de que dos de sus cuerdas se habían roto. Inmediatamente nos mandó a mí y a Alejandro a marchar al pueblo a repararla.

Esa noche antes de irme a dormir le pregunté a Alejandro:

-Es muy raro el trato que tiene el Coronel con Adrián, ¿no?

-En realidad no tanto- respondió él sin abrir los ojos.

-¿A qué te refieres?

-Ah, sí cierto que tú no sabes. Antes de la guerra el Coronel tenía un hijo que se llamaba Elián- Alejandro paro de hablar mientras fumaba

-¿Y?- pregunte

-Luchó en la guerra- continuó- pero lo mataron los sublevados en la toma de Málaga

-¿Era republicano?

-Sí

-¿Lo fusilaron?

-Sí

-¿Cómo lo sabes?- pregunté

-Tanto el Coronel como yo somos de Carmona y su hijo fue mi amigo en el colegio. Y, además, ambos estuvimos en el pelotón que lo fusilo

Me impresionó mucho saber eso, pues no tenía idea del pasado de Alejandro. Tras la guerra la gente intentó olvidar su pasado y nadie volvió a ser el mismo. Nos olvidamos de nuestros pueblos, de nuestros vecinos, de nuestros hermanos. Tanto los que perdieron como los que triunfaron no pudieron vivir con lo que vieron o hicieron, pues todos nosotros alzamos un fusil contra nuestros conocidos, contra nuestros amigos o, incluso, contra nuestros hermanos. Y es que eso es una guerra civil, una guerra entre vecinos, entre amigos, entre hermanos.

No sé a qué hora lo oí, era algo que no pude reconocer, pero que me resulto tan impactante que salté inmediatamente de mi cama. Entonces vi que Alejandro me miraba con la misma duda, y aunque no me decía nada yo sabía que era lo que él me preguntaba: “¿Qué es eso?”. Yo no le podía responder, pues no reconocía el ruido, pero sabía que ya lo había oído antes, me resultaba familiar. En ese momento salto a mi mente el recuerdo de mis tardes dominicales después de la misa paseando por la plaza del pueblo con mi madre, cuando veía sentado bajo la negra sombra de un árbol a un hombre con una guitarra entre manos tocando mientras cantaba, inspirado por el cantar de los pajarillos. Claro, eso era el ruido que se filtraba por mis oídos y que reemplazaba en mi mente a los llantos de las madres que sostenían los fríos cadáveres de sus hijos, eso era música.

Justo en el instante que me percaté de que era lo que estaba escuchando, oí en los pasillos al Coronel Edgar gritar: “¡Qué coño es ese ruido!”. Inmediatamente Alejandro y yo salimos del cuarto y una vez en el pasillo el Coronel nos dijo: “Busquen al culpable de este bullicio o él no será el único fusilado”.

Fuimos celda por celda, no porque no supiésemos de donde venía el ruido, sino porque no queríamos que él muriese. Pero lo que vimos al asomarnos a cada una de las celdas fue algo que me revivió no solo a mí, sino también a Alejandro: todos los presos estaban bailando. Al asomarnos entre los barrotes de Rosalina pudimos ver como bailaba con desenfreno como un ave a la que le abren su jaula; Arturo, el convicto más viejo que ya había cumplido setenta y un años de edad, estaba bailando un vals con una figura imaginaria; Ramón, hombre de mediana edad que había perdido a su esposa en la guerra, se encontraba bailando un tango fingiendo que sostenía a su esposa entre manos; y así todos los presos habían olvidado sus penas y las celdas de la silenciosa Cárcel de Carmona se convirtieron en fuentes de alegría y esperanza, todos habían renacido de las cenizas que la guerra había dejado.

Al llegar a la celda de Adrián al fondo del pasillo lo encontramos, como era de suponer, con su guitarra entre manos como aquel hombre en la plaza de mi pueblo. De repente y sin previo aviso, Edgar irrumpió en la celda, tomo la guitarra se la rompió en la cabeza a Adrián. Tras esto llamamos al padre para que lo confesase e hiciese los honores y a las cinco de la mañana del día veinte de julio de 1939, Adrián Quesada Ramírez fue fusilado contra uno de los muros de La Cárcel de Carmona, el único hombre capaz de retornar la esperanza y hacer renacer a aquellos que presenciaron y vivieron el peor castigo que Dios pueda dar: en la Tierra estar.

Diario de Simón Francisco Rodríguez y Blanco

Fabián Andrés Vignoni

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