La artista insaciable
No sé lo que me llevó a entrar en aquel local mugriento que olía a cerveza ácida y a ron. Al atravesar la puerta me encontré en medio de una oscuridad casi total, por lo que tuve que esperar a que mis ojos se acostumbraran a la negrura para descubrir la barra, a la que me agarré como un náufrago a un trozo de madera en el mar nocturno. Enseguida surgió de la oscuridad un camarero tan negro como el local, tanto que sólo vi dos ojos blanquísimos que se me acercaban. -Buenas noches señor, ¿Quiere pasar a una mesa para ver el espectáculo? -me dijo mientras se limpiaba las manos con un paño que apestaba a humedad. Dije que sí de forma mecánica, sin tener ni la más remota idea de lo que iba a encontrarme allí.
Me senté en una mesa a un lado del pequeño escenario, en una esquina del local. Una lámpara roja iluminaba débilmente cada mesa dejando en semioscuridad a las veinte o treinta personas que, calculé, esperaban el comienzo del espectáculo. El mismo camarero, al que reconocí por el aliento a alcohol y a tabaco, me trajo una cerveza en un vaso que no quise inspeccionar y volvió a desaparecer en la oscuridad.
Una línea de bombillas amarillas iluminaba débilmente el suelo del escenario, y un foco vertical caía sobre una mesa enorme situada en el centro. Me sorprendió que la mesa estuviera llena de comida, tanta como para dejar empachados a todos los que se habían atrevido a sentarse en aquellas sillas pringosas. Como salido de la nada, un teclista encorvado empezó a tocar una melodía que presagiaba un gran espectáculo, y entonces apareció ella. Una voz en off, que no era otra que la del teclista, anunció: señoras y señores, con todos ustedes ‘Corpulenta’, la artista insaciable; Corpulenta la devoradora, la gula misma hecha arte y el arte mismo hecho mujer.
Nunca olvidaré aquella escena. Una mujer enorme apareció bajo un foco vertical que dejaba parte de su cara en la oscuridad, creando sombras que desfiguraban una imagen que era ya en sí misma esperpéntica. Aquella mujer debía medir casi dos metros y era tremendamente voluminosa, lo que la obligaba caminar con las piernas abiertas y un vaivén parecido al de los papahuevos de los pueblos. Llevaba un vestido rojo y apretado que le llegaba hasta los tobillos y resaltaba sus numerosas curvas y, de propina, un generoso escote que dejaba unos pechos gigantescos solo a medio cobijo. Pero lo que convertía la escena en algo tan extravagante eran las dimensiones de aquella mujer con relación al entorno, porque a su lado, la mesa, la silla, el teclista y, hasta el escenario, parecían sacados de una casa de muñecas. Completamente alucinado y mirando hacia arriba desde mi rincón, vi cómo aquella magnífica mujer se paraba delante de la mesa con aire solemne, como quien está a punto de realizar una gran hazaña, levantaba los brazos y echaba hacia atrás la cabeza buscando despertar un aplauso… que no estuvo a la altura del gesto. Después, sin decir palabra, se sentó a la mesa y dio comienzo su función.
Yo no salía de mi asombro viendo cómo aquella mujer devoraba sin ningún pudor ni formalidad una cantidad monstruosa de comida. Lo hacía sin orden, con la boca siempre repleta y sin importarle los restos de espaguetis que quedaban pegados a la cara o la salsa mostaza que le taponaba los orificios de la nariz obligándola a dar bruscos resoplidos que la hacían parecer más bovina que humana. Mientras tanto, el músico machacaba el teclado con un ritmo endiablado y la sala jaleaba la proeza como si fuera un espectáculo único…, y en esto no tuve más remedio que darles la razón.
Cuando la mesa era ya un potingue, una metáfora de su bolo alimenticio, un último bocado con la mano temblorosa le dejó los ojos en blanco. Y así, con la mirada perdida, se quedó unos segundos ante un público a punto del paroxismo, hasta que su cabeza se dejó caer sobre el plato de espaguetis acompañada de un redoble de tambor. Entonces, para mi sorpresa, el público se puso en pie con una gran ovación mientras aquella pobre desgraciada seguía desmayada en el escenario.
Aterrado, me levanté con la intención de socorrerla, pero en ese momento noté que una mano me frenaba; era el camarero, que me miró y negó con la cabeza diciendo: -Espere, aún no ha terminado, señor. Pasaron unos minutos eternos hasta que vi como aquella colosal artista volvía a levantar la cabeza aún conmocionada, agarraba un cubo del suelo y, en un alarde de pudor se ponía de espaldas al público para vomitar buena parte de lo consumido y limpiarse la cara. Luego, tambaleante y con la boca emborronada de restos de carmín, se levantó y se acercó al borde del escenario, abrió los brazos en cruz y echó hacia atrás la cabeza buscando un aplauso al que me sumé en un estado de estupor y fervor que nunca había sentido y sobre el que, a posteriori, no he querido reflexionar.
Una ambulancia esperaba en la puerta y una cama vacía en el hospital. Así me enteré de que Corpulenta siempre se desmayaba al final de su espectáculo y que, de hecho ese era el efecto que perseguía como final apoteósico. Salir en una camilla era como hacerlo a hombros por la puerta grande.
No sabría decir muy bien por qué, pero desde aquel día sigo una rigurosa dieta y no he vuelto a probar los espaguetis. He oído decir que una artista obligada a dejar su trabajo por prescripción médica se ha suicidado atiborrándose a lentejas.
Facebook: Sasa Sosa
Ja ja, qué arte tienes tú para el esperpento, Sasa. Qué bien ambientado el garito en toda su cutrez. Pobre mujer, lo que hiciste con ella, no tiene perdón. Hasta yo me voy a poner a dieta, chiquilla. Un abrazo.
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Jejeje…estoy empezando a pensar que tengo una relación enfermiza con este tipo de personajes. ¡Un abrazo!
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Reblogueó esto en MEGT. Eugenia Tavío.
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