Josefa Molina – Sin sonrisa

Sin sonrisa

chico leyendo

Cada vez que me tropezaba con él, le observaba con detenimiento. Esa altivez, esa autosuficiencia descarada, esa arrogancia de la que hacía gala sin tomarse la más mínima molestia de disimular su engreimiento, llamaba poderosamente mi atención a la vez que me provocaba cierto desdén mezclado con un deseo casi visceral de abofetearlo. Desde luego, eso no estaría bien. Yo ya pasaba la treintena y él apenas era un chico de quince años.

Sin embargo, eso no impedía que en mí surgiera una especie de férrea batalla de sentimientos encontrados. Por un lado, una curiosidad casi insana que me impulsaba a examinarlo cada vez con mayor interés y por otro, una incómoda sensación de repulsa hacia su sola presencia.

Aquella situación se convirtió en casi una obsesión. Y en cada oportunidad intentaba acercarme a aquel chico soberbio y altivo que evitaba a toda costa cualquier conversación que fuera más allá del buenos días y buenas tardes.

Enseguida me percaté de su soledad. No era extraño verlo caminar por la calle con la cabeza baja mirando al suelo como si en él buscara las respuestas a todas sus preguntas. Lucía una mirada esquiva que sólo se fijaba en ti cuando le dirigías alguna pregunta casual que él rápidamente reducía a meros monosílabos a modo de respuesta.

A veces daba la impresión de que se sentía incluso violentado en su intimidad si mostrabas el esfuerzo de entablar una simple charla amigable. Entonces se transformaba haciendo un alarde de intelectualidad, como si estuviera en posesión de todas las verdades. Se plantaba ante ti aparentando ser el más inteligente, el más listo, el más leído e instruido del lugar. Era tal la pedantería de la que hacía gala que provocaba en mí una cierta admiración ante la facilidad con que dejaba a su interlocutor a la altura de un supremo inculto.  

Una tarde decidí ir más allá y descubrir qué demonios afligía el alma de aquel adolescente para que pidiera a gritos que todos se alejaran de él, ahuyentándolos ante la más absoluta ausencia de cualquier signo de respeto, cariño o aprecio. Poco a poco, fui descubriendo qué tipo de música escuchaba, qué le gustaba hacer en su tiempo libre e incluso en qué aspiraba convertirse una vez terminara sus estudios de bachiller. A medida que conocía aquellos aspectos de su vida que él atesoraba y encerraba bajo férreas puertas de silencio, me fui dando cuenta de lo sumamente sólo que se sentía en el mundo. Sin amigos, alejado de la tierra que le vio crecer tras la obligada mudanza familiar, en una nueva casa, en un nuevo instituto, en un nuevo barrio. Todo era diferente para él. Diferente y hondamente rechazado.  

Aquel chico solitario y ajeno a todos vivía enojado con sus padres, con los amigos que quedaron en el otro lado del planeta, con los compañeros que ahora tenía y que se negaban a aceptarlo como uno más. Irritado con su nuevo barrio, con su nueva ciudad, consigo mismo; resentido con el universo feliz y único del que había sido despojado para ser lanzado sin piedad a los leones. Él, que era el centro de todo, pasó a ser el más pequeño e insignificante satélite de todos los sistemas emocionales de su entorno. Aquel niño sin sonrisa descubrió que el mundo no giraba en torno a su capricho y voluntad; aquel chiquillo perdió su sonrisa cuando el mundo decidió demostrarle que la vida continuaba con o sin su aliento, con o sin su llanto, con o sin él.

Una tarde lo descubrí llorando en silencio mientras leía un libro. Sobre la mesa, un libro de poemas de Rilke quedaba empapado de sus lágrimas. Ese día su mundo cambió, también el mío. Entre libros y estanterías, entre palabras y versos, aquel chico de pronto maduró al descubrir que en el centro del mundo se sitúan los sentimientos que nos mueven, las galaxias que hacemos girar en consonancia con otras galaxias humanas.

De eso han pasado millones de años. Ahora me visita todas las semanas. Y a veces, lee para mí. En ocasiones, me mira y sonríe. Creo que ha aprendido que una sonrisa abre mil puertas y que una caricia lo puede todo. Quizá por eso, sujeta mi mano y me habla quedamente, entre susurros, como temiendo despertarme.

Tras este enjambre de tubos y cables que me rodean y me mantienen vivo mientras muero atado a esta cama, él no lo puede ver, pero a veces yo también sonrío. Por él, por mí y porque hoy, más que nunca, sigo creyendo que son los gestos más pequeños los que encierran la verdadera grandeza de las personas.

Facebook: Josefa Molina

Foto: anónima (internet)

7 comentarios

  1. Un hermoso relato. El final nos deja boquiabiertos. En ese último párrafo hallamos algo que no sólo da sentido a la vida del chico, sino que también llena de sentido la vida de alguien moribundo. Un ejemplo de relato «redondo». Enhorabuena.

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  2. ES VERDAD Y YO TAMBIÉN LO CREO, QUE ES EN LOS PEQUEÑOS DETALLES DONDE SE VE LA GRAN GRANDEZA DE LAS PERSONAS. TAL CUAL DESCRIBES AL CHICO PARECE SER QUE LO QUE NECESITABA ES AMOR, ES UN TIPO DE CHICO DIFÍCIL QUE CONSTRUYÓ UN ARMAZÓN ALREDEDOR DE ÉL Y NOSOTROS AL LEER EL RELATO SABEMOS LOS PORQUÉS, ESO ES LO QUE CREO. ME GUSTO, VALE, ES VERDAD ES MUY BONITO COMO ALGUIEN TAMBIÉN COMENTÓ. PARA DELANTE. SIGAN ESCRIBIENDO. MUCHOS BESOS DESDE LONDRES, ANDREA MOLINA.

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  3. Josefa, escribes muy bien. Casi se puede palpar a los personajes y sus matices.
    El poder de una sonrisa sincera es tan grande que si todos lo utilizarámos cambiaríamos el mundo en un segundo de Amor. Gracias.

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