Sasa Sosa- Ruido de fondo (1ª parte)

Ruido de fondo (1ª parte) 

ruido de fondo foto

Lo parieron en el campo, pero no se dio cuenta de cómo era el campo hasta que se marchó. No sabía lo grande que era el campo, ni lo verde, ni lo aromático, ni lo silencioso…porque nunca soñó con otra perspectiva, no pensó otros mundos, no los vio. Así vivió hasta que sus padres se pusieron de acuerdo para partir juntos a donde él no podía seguirlos. Tenía entonces cincuenta años y ninguna experiencia vital digna de contarse.

Desde muy joven había decidido ser traductor de textos clásicos, movido por una inclinación innata a la soledad que le hacía limitar el contacto con los otros al mínimo imprescindible. Era un hombre tranquilo, tranquilo y callado, silencioso hasta en el ruido, incluso su anatomía parecía estar en consonancia con el carácter; enjuto, alto y con unas piernas tan largas que daban a su silueta un aspecto desproporcionado. Su piel, del encierro sistemático que era su vida, era de un gris humo y ceniciento que, junto a unas ojeras moradas como hematomas, lo convertían en una de esas personas que parecen ir imponiendo una mala opinión a los demás, tan poco dados a los prejuicios.

La muerte de sus padres le abrió un abismo nuevo. Por primera vez se sintió solo, totalmente solo, terriblemente solo. Siempre había querido estar solo, pero esta soledad él no la había pedido, no la quería, ésta no. Tampoco podía quedarse así, paralizado, sin saber si podría seguir con las rutinas en aquella casa, sin comprender muy bien si había que respetar los hábitos adquiridos o sería mejor aventurarse a vivir otra cosa. Al final, la confusión lo llevó a una solución inesperada: vendió su casa de campo y se fue a la ciudad, porque suponía que allí, envuelto entre tanta gente, nadie, nisiquiera un amante de la soledad como él, podría sentirse solo.

El día de su marcha se despidió con un último vistazo y un primer portazo, sabiendo que dejaba atrás mucho más que una casa y mucho menos que una vida. Por primera vez se encontró con dos maletas en las que cabía todo, su todo, al menos todo el todo que a él le importaba. Si sumamos a esta sensación lo que sintió cuando se bajó del taxi en la puerta del aeropuerto, es fácil entender por qué su primera experiencia en el mundo urbano tuvo lugar en una enfermería.

Una vez restituido de su ataque de pánico, según el facultativo y el pobre enfermero al que agredió, el hombre silencioso dudó entre el deseo imperioso de salir pitando de allí y la necesidad existencial de seguir adelante y, como la necesidad siempre quiere cobrar, se secó las lágrimas y continuó. Continuó aunque se sentía cada vez peor, cada paso avanzado lo acercaba más al pánico, al vértigo o al desmayo, cualquier opción podría valer. En esta ocasión sólo sintió unas terribles nauseas que no lo abandonarían durante años. Intentó serenarse y observar con disimulo lo que hacía el resto de la gente porque, puede que fuera su primera vez, pero no era ningún tonto y tenía acceso a internet. Se dirigió al mostrador más cercano y compró un billete a no se sabe dónde, pero bien lejos de allí. Facturó sus maletas, se sentó en la salita de espera de los aviones y cuando todos se levantaron fue tras todos ellos hasta el avión. Completamente aterrado, en el momento en que el hombre silencioso sintió que el aparato comenzaba a separarse del suelo se dijo a sí mismo que, de sobrevivir, jamás volvería a violar las leyes de la naturaleza.

Este viaje en avión se marcó para siempre en la memoria de todos, pasaje y tripulación. Nunca hicieron falta tantas manos ni tantos calmantes para aplacar a un ser humano desarmado. Cuando el hombre silencioso se despertó de su pesado y sospechoso sueño, hacía ya diez minutos que habían tomado tierra y era el único que quedaba en el avión, pues las azafatas habían tenido la prudencia de procurar que no se despertara hasta que estuviera completamente desocupado por el pasaje, que por cierto, había colaborado mucho. Tranquilamente, aunque un poco desconcertado por la rapidez del vuelo y el inesperado dolor de cabeza, se levantó y se despidió amablemente de unas azafatas que, al borde del ictus, intentaban mostrar la mejor de sus sonrisas.

Atravesó el aeropuerto con el equipaje y tomó un taxi que lo llevó a su nueva casa, un apartamento pequeño en un segundo piso de la calle Sigilo. Le había tomado tiempo encontrar un lugar tranquilo en el que vivir y esperaba que respondiera a sus expectativas. Había realizado muchísimas búsquedas en internet para encontrar una calle sin bares, supermercados, centros de mayores, centros de menores, bancos, parques, iglesias, hospitales, casinos, paradas de taxis, paradas de guaguas, estadios, camellos, centros de salud, dentistas, chinos y tanatorios. No fue fácil encontrar un lugar así en la ciudad. En un callejón estrecho en el que era imposible entrar mercancía, poner una terraza o hacer un botellón, el hombre silencioso creyó encontrar su sitio.

La primera noche lo achacó a la extrañeza, las siguientes a un proceso de adaptación lento pero, cuando llevaba ya cinco días sin dormir empezó a arrepentirse de haber dejado atrás la tranquilidad de una vida sin pretensiones ni esperanzas. El hombre silencioso empezó a darse cuenta de que en la ciudad hay básicamente dos tipos de ruido: el ruido de fondo, que es constante, ronco, grave, y el ruido de todas las cosas que están contenidas en él. Así que al sonido constante del todo hay que sumar los ruidos de sus partes individuales: un grito que sobresale entre los gritos, un frenazo en el semáforo, una ambulancia que pasa tan cerca que casi tenemos que llamar a una ambulancia, una palabra con dedicatoria gritada desde un coche con más prisa que talento lingüístico, una manifestación que se acerca como un movimiento de tierra…el ruido impera, reina, campa a sus anchas y el hombre silencioso es primerizo en él.

Vivir así no resultaba fácil, suponía un continuo ejercicio de supervivencia, como hacer footing en un campo de minas. Improvisando soluciones aisló acústicamente toda la casa, desconectó el timbre de la puerta y colocó moqueta hasta en el baño. Pero todos los esfuerzos resultaban insuficientes, porque ninguna barrera puede contener el ruido que supone vivir en medio de los otros. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la bulla no se contenía en sus “semejantes”, sino que llegaba hasta su soledad llenándola de objetos y de confusión: esa nevera que no para nunca de gemir, el fregadero que succiona con ruidosa avidez el agua, la vasija con su violento vórtice hacia no se sabe dónde, el ventilador del portátil y ese sonido insoportable que produce el colchón y que lo obliga a dormir siempre en la misma posición.

Con el tiempo descubrió que por ese ejercicio de concentración su capacidad auditiva había aumentado considerablemente, hasta el punto de ser capaz de escuchar una cucaracha furtiva, emigrada del exterior, que se hubiera instalado en cualquier rincón de su apartamento. A veces, incluso, tenía la sensación de que sus orejas habían aumentado considerablemente de tamaño. -Tal vez- se decía así mismo- el cambio de ambiente haya hecho que las células sensoriales y las fibras nerviosas se atrofien, solo que la consecuencia suele ser la pérdida auditiva y aquí estamos ante un caso diametralmente opuesto.

Puesto que la solución tampoco estaba en el encierro, probó yendo a la playa a primera hora, cuando el sol da el pistoletazo de salida a la mañana pero, a medida que avanzaba el día, el silencio se fue llenando del sonido atronador de las olas que rompen y se retiran como intentando succionarnos, del grito histérico de las gaviotas, tan desagradable como sus cagadas, del aullido salvaje de la brisa, del retumbar del suelo por la carrera del imperturbable madrugador, del buenos días vociferado en alemán y del llanto del bebé indefenso obligado a disfrutar de un baño helado. Nunca hubiera imaginado tanta vida en la playa a esas horas.

Decidido a sobrevivir, pensó que tenía que hacer algo atrevido y domicilió todos sus pagos; ropa no necesitaba porque era freelance, así que haciendo la compra mensual por internet, poco se le había perdido allá afuera. Aún así, no encontraba nunca la tranquilidad que sentimos los que vivimos el silencio únicamente como un concepto porque jamás lo hemos vivido como una realidad. Para los que viven en la ciudad, el silencio es no tener que subir el volumen de la tele o gritar por el teléfono, es que no estén sonando las alarmas de cuatro coches, tañendo las campanas de la iglesia, aullando la sirena de la policía y gritando el borracho del piso de arriba mientras intentas leer un libro. El silencio urbano es básicamente la ausencia de “escándalo”.

Lo peor de todo era que cuando llegaba la noche, en lugar del silencio que cabría esperar, para el hombre silencioso se producía algo así como un intercambio de paquetes de sonido: en el paquete del día abundan las pitas de los coches, de los guardias y los gritos de los niños que no han sido aún bendecidos por el rasuramiento del sistema educativo; en el paquete de la noche, en cambio, hay sobre todo sonidos de botellas que se rompen, gritos y risas de adolescentes desafiando límites y los rastros de música hortera, pero muy moderna, que van dejando algunos coches. También hay sonidos pequeñitos que durante el día se esconden, pero que de noche consiguen imponerse, como ladridos de perros callejeros, ladridos de perros domésticos, parejas queriéndose, parejas odiándose, neveras antiguas, televisores modernos…

Una noche, el hombre silencioso tuvo un sueño. Soñó con la muerte. Y como los sueños son la inspiración de la vigilia, al levantarse decidió que sería buena idea visitar el cementerio de su barrio. Se tomó su habitual café amargo, se puso los tapones en los oídos y sobre ellos los grandes cascos y salió convencido de que en el camposanto encontraría el sosiego que tanto necesitaba.

Continuará…

Facebook: Sasa Sosa

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