José Vidal Bolaños – La Sal y el Gofio: El Relato de Don Jerónimo

La Sal y el Gofio: El Relato de Don Jerónimo



El sol de la mañana en Gáldar se cuela por la ventana y dibuja un rompecabezas de luz sobre el suelo de terracota. Don Jerónimo, noventa años y un archivo vivo de la historia de Gran Canaria, se sienta en su sillón de mimbre, envuelto en el aroma de un café de puchero recién hecho. Sus manos, antes fuertes para el surco y la caña de azúcar, ahora reposan sobre la tela de su camisa de lino. La piel, curtida por el eterno verano canario, es un mapa detallado de una vida larga.

La realidad de Jerónimo, como la de muchos en el Archipiélago, es una de contraste y de profundo cambio. Sus nietos, la mayoría, viven en la capital o, peor aún, cruzaron el charco buscando una vida que el pueblo natal ya no podía darles. Él es ahora parte de la estadística que ve cómo el índice de envejecimiento se dispara y cómo uno de cada cuatro hogares canarios es de una persona que vive sola.

En la mesa del salón, junto al teléfono de botones grandes, tiene la lista de números. Llama al centro de día dos veces por semana, no por necesidad, sino por combate a la soledad. Sabe que el Gobierno de Canarias impulsa planes de envejecimiento activo—gimnasia adaptada, talleres de memoria, clases de informática—, y él participa en la de competencias digitales, no porque le interese el internec, como él dice, sino porque es la única forma de ver la cara de su bisnieta en Alemania. La tecnología es el hilo, a veces frágil, que lo une a su ‘familia en diáspora’.

Reflexiona que la vida ahora es más cómoda, sí. Tiene la teleasistencia, que él llama el botoncito, y ya no tiene que cargar el agua del pozo. Pero a veces, mientras mira el Teide a lo lejos (un gigante que se asoma entre las nubes), siente que ha quedado anclado en un muelle mientras el resto del mundo navega a toda vela.

Pero la vejez en Canarias no es solo estadística ni soledad; es, sobre todo, memoria viva. Jerónimo cierra los ojos y escucha el timple, ese pequeño corazón de madera que palpita en su pecho. Recuerda las Romerías de su juventud, donde el Gofio Escaldado se compartía directamente de la paila y el vino de monte curaba las penas. Siente la emoción del Día de los Finaos, cuando se reunía toda la familia para recordar a los muertos con castañas y anís, celebrando la vida con la misma intensidad que la muerte.

Un día, en el centro de mayores, una muchacha le pide que cante una Isa antigua. Al principio duda, su voz ya no es la de antes, es ronca como la piedra volcánica. Pero al entonar los primeros versos, el salón se llena de una luz diferente. Su voz se convierte en el vehículo de la tradición, en el cordón umbilical que conecta a los jóvenes con la tierra que pisaron sus abuelos.

Sus lágrimas no son de tristeza, sino de la emoción profunda de sentirse útil, de ser el guardián de la cultura. En ese momento, no es un anciano dependiente; es el Maestro, el Transmisor, el corazón latente de su pueblo. Es el gerocultor en mí quien sonríe, pues sé que dar un propósito es el mejor cuidado que podemos ofrecer.

Jerónimo se levanta con ayuda de su bastón, tallado por su padre. Se dirige al pequeño patio, donde sus geranios lucen un rojo intenso contra el blanco de la pared encalada.

«La vejez», medita en voz baja, con ese acento canario que le come las eses, «es como la marea en El Confital. A veces está alta, te arrastra y te da vida. Otras veces, se retira y deja al descubierto todas las piedras, todos los tropiezos.»

La reflexión final es una súplica silenciosa por la dignidad. No quiere caridad, sino respeto por su historia. Las iniciativas de voluntariado sénior le parecen un gran avance, porque le permiten dar, no solo recibir. Sabe que el desafío de Canarias es asegurar que el aumento en la esperanza de vida se traduzca en calidad de vida, que los cuidados no sean solo asistenciales, sino que fomenten el ser y la participación.

Su vejez no es el final de un libro, sino un nuevo capítulo escrito con la tinta del recuerdo y la esperanza. Un capítulo donde el sol de la mañana, ese sol que lo ha visto nacer y envejecer, no ilumine solo sus arrugas, sino la sabiduría que late bajo ellas. Se sienta un rato más, con el calor del café en las manos, sabiendo que en cada canario mayor, el Archipiélago tiene su más valioso tesoro: la memoria y el cimiento.

José Vidal

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