Las Cicatrices del Silencio
Un relato sobre las heridas invisibles que atraviesan océanos
Amina mira por la ventana de la consulta médica y ve el mar. Es la primera vez en meses que el agua no le recuerda al viaje, sino a algo más profundo: a las lágrimas que no pudo derramar cuando tenía siete años.
La matrona, Artemi, le sonríe con una calidez que Amina ha aprendido a reconocer como genuina. En los últimos cinco años atendiendo a mujeres como ella, Artemi ha perfeccionado el arte de hacer preguntas difíciles con manos suaves.
—¿Puedo preguntarte algo que tal vez sea incómodo? —dice Artemi en un español pausado, mientras Fátima, la mediadora cultural, traduce al francés.
Amina asiente. A los veintiocho años, ha respondido preguntas más difíciles. Ha cruzado desiertos y mares, ha dormido en centros de acogida, ha trabajado limpiando casas por dos euros la hora. Una pregunta más no la va a quebrar.
—En tu país, ¿te hicieron algún tipo de… corte… cuando eras pequeña?
El silencio se estira como una cuerda tensa. Amina baja la mirada a sus manos, callosas por el trabajo, suaves por la juventud que aún conserva. En su mente aparece la imagen de su abuela, de las mujeres del pueblo, del día que creyó que se iba a morir pero no se murió.
—Sí —susurra.
Es la palabra número ciento noventa y uno. Sin saberlo, Amina acaba de convertirse en una estadística, pero también en algo más: en una superviviente que por fin tiene voz.
Fatou recuerda
Fatou llegó a Gran Canaria en una patera hace tres años. Venía huyendo de una guerra, pero también de algo más íntimo: del día en que descubrió que estaba embarazada y supo que no podría darle a su hija el futuro que merecía si se quedaba en Guinea Conakry.
En su primer examen ginecológico en la isla, cuando Artemi le preguntó sobre la mutilación, Fatou se echó a llorar. No por dolor físico —ese ya lo había normalizado— sino porque era la primera vez que alguien le preguntaba por ello sin juzgarla, sin apartar la mirada.
—Tengo miedo de que mi hija pregunte —le confesó a Artemi durante una de sus consultas—. No sé cómo explicarle que lo que me hicieron era por amor, pero estaba mal.
Artemi le habló de la fisioterapia, de los tratamientos para las infecciones recurrentes, del dolor durante la menstruación que no tenía por qué ser normal. Pero sobre todo, le habló de algo que Fatou nunca había considerado: que merecía una vida sin dolor.
El seguimiento es difícil. Fatou, como muchas otras, está de paso. Su destino final es Francia, donde tiene una prima. Pero las semanas que pasa en Gran Canaria son las primeras en mucho tiempo en que no se siente sola con sus heridas.
La consulta de los martes
Artemi llega cada martes a la consulta con una mezcla de esperanza y peso en el corazón. En cinco años, ha escuchado ciento noventa y una historias. Ciento noventa y una mujeres que han tenido que explicar algo que no deberían haber vivido nunca.
Algunas vienen con síntomas físicos: las infecciones de orina constantes, la incontinencia, los dolores menstruales que las doblan en dos. Otras vienen por algo aparentemente distinto —un control rutinario, una consulta prenatal— y la conversación deriva hacia territorios más profundos.
Lo que más le impacta a Artemi no son las historias individuales, sino los patrones: el noventa por ciento de estas mujeres han sufrido también violencia sexual, violencia de género, explotación económica o trata. Como si el primer corte hubiera abierto una puerta a todas las violencias posteriores.
—Para muchas de ellas —le explica Artemi a un colega— la mutilación es lo de menos. Han vivido tanto dolor que han aprendido a jerarquizarlo.
Mariam defiende
No todas las historias son iguales. Mariam, de Mauritania, mira a Artemi con desconfianza cuando le hace la pregunta. Lleva décadas viviendo en Gran Canaria, tiene tres hijas, un negocio próspero. Ha construido una vida.
—¿Por qué me preguntan eso ahora? —dice—. Es parte de mi cultura. Mi madre me lo hizo, yo se lo hice a mis hijas. Es lo que hacemos las mujeres de mi familia.
Artemi no juzga. Ha aprendido que la supervivencia tiene muchas caras. Algunas mujeres necesitan defender lo que les hicieron para seguir adelante. Otras necesitan condenarlo. Ambas posturas son válidas, ambas merecen respeto.
—Solo queremos asegurarnos de que estés bien —dice Artemi—. Si tienes algún síntoma, podemos ayudarte.
Mariam acepta el tratamiento para las infecciones. No habla de su pasado, pero permite que Artemi cure su presente. Es un primer paso.
Las preguntas que no se hacen
En la comunidad mauritana, establecida desde hace décadas en las islas, viven mujeres a las que nunca se les ha hecho la pregunta. Artemi lo sabe, y el conocimiento la quema por dentro.
¿Cuántas Mariams más hay? ¿Cuántas mujeres han vivido toda su vida adulta en Gran Canaria sufriendo síntomas que nadie relacionó nunca con una mutilación? ¿Cuántas han creído que el dolor era normal, que así tenían que ser las cosas?
La pandemia de COVID-19, paradójicamente, abrió una puerta. El acercamiento sin precedentes a las comunidades migrantes durante la crisis sanitaria destapó realidades que habían permanecido invisibles durante décadas. Las preguntas incómodas empezaron a hacerse. Las respuestas, aunque dolorosas, permitieron que la luz entrara.
La guía
Junto con las asociaciones de mujeres africanas como Dimbe, el equipo de Artemi ha creado la primera guía de asistencia. Es un documento técnico, pero también profundamente humano. Enseña a los profesionales cómo preguntar, cómo escuchar, cómo acompañar.
En sus páginas se lee: «La mutilación genital femenina no es solo un corte en el cuerpo. Es un corte en la biografía, en la sexualidad, en la forma de relacionarse con el mundo. Nuestro trabajo no es reparar lo irreparable, sino acompañar a cada mujer en su proceso de sanación.»
La guía habla de síntomas físicos, de tratamientos, de protocolos. Pero sobre todo, habla de dignidad.
Aisha huye
Aisha llegó a Gran Canaria embarazada de siete meses. Venía huyendo de Somalia, pero también de una decisión que no podía tomar: mutilar o no a su hija por nacer.
—En mi país —le cuenta a Artemi— si no lo haces, eres una mala madre. Si lo haces, también eres una mala madre. No hay manera de ganar.
Durante los controles prenatales, Artemi le habla de sus opciones. Le explica que en España, la mutilación genital femenina es un delito. Le habla de organizaciones que pueden ayudarla, de redes de apoyo, de formas de proteger a su hija sin renunciar a su comunidad.
Cuando nace la niña, Aisha la mira a los ojos y ve en ella todas las posibilidades que a ella le fueron arrebatadas. Es el primer día del resto de sus vidas.
Los números y las caras
Ciento noventa y una mujeres en cinco años. El número es frío, estadístico, necesario para la planificación sanitaria y las políticas públicas. Pero detrás de cada unidad hay una historia, un nombre, una cicatriz, una esperanza.
Nigeria: cuarenta y dos casos. Somalia: treinta y ocho casos. Guinea Conakry: treinta y cinco casos. Guinea-Bissau: veintiocho casos. Costa de Marfil: veintitrés casos. Mauritania: veinticinco casos detectados, pero ¿cuántos por detectar?
Los números hablan de una realidad global: doscientos millones de mujeres en todo el mundo han sobrevivido a la mutilación genital. En Gran Canaria, esos números tienen cara, nombre, historia. Tienen tratamiento médico, acompañamiento psicológico, derecho a una vida sin dolor.
El protocolo pendiente
Artemi sueña con un protocolo integral, con formación especializada para todos los profesionales, con mediadores culturales en cada consulta. Sueña con un sistema que no reactive el trauma cada vez que una mujer tiene que explicar su historia.
Mientras tanto, trabaja con lo que tiene: la guía, la experiencia, la humanidad de cada encuentro. Cada consulta es un acto de resistencia contra la invisibilidad, cada pregunta incómoda es una puerta que se abre hacia la sanación.
El mar que sana
Amina vuelve a mirar por la ventana de la consulta. El mar ya no le recuerda al viaje, sino a algo nuevo: a la posibilidad de que las heridas se transformen en cicatrices, y las cicatrices en historias de supervivencia.
Cuando sale de la consulta, lleva en la mano un volante para fisioterapia y un número de teléfono de apoyo psicológico. Pero sobre todo, lleva algo que no tenía cuando entró: la certeza de que su dolor importa, de que su historia merece ser escuchada, de que su cuerpo merece ser tratado con respeto.
En la sala de espera, otra mujer aguarda su turno. Es joven, lleva un velo de colores brillantes, tiene las manos nerviosas. Amina se detiene un momento junto a ella.
—Va a estar bien —le dice en francés—. Ella entiende.
La mujer levanta la vista y sonríe tímidamente. En esa sonrisa, Amina reconoce su propia vulnerabilidad de hace una hora, su propio miedo, su propia esperanza.
Cuando Amina sale a la calle, el sol de Gran Canaria le calienta la cara. Por primera vez en mucho tiempo, el calor no le recuerda al desierto que cruzó para llegar hasta aquí. Le recuerda, simplemente, que está viva.
Epílogo
En algún lugar del mundo, cada quince segundos, una niña es mutilada. En Gran Canaria, cada martes, Artemi hace preguntas incómodas que salvan vidas. Los números siguen creciendo: no porque haya más mutilaciones, sino porque finalmente alguien pregunta, alguien escucha, alguien cuida.
Ciento noventa y una historias de dolor. Ciento noventa y una oportunidades de sanación. Ciento noventa y una mujeres que han dejado de ser invisibles.
El mar que rodea Gran Canaria ha visto llegar a muchas de ellas. Ahora las ve partir —algunas hacia otros países, otras hacia una nueva vida en la isla— llevando consigo algo que no tenían cuando llegaron: la certeza de que merecen una vida sin dolor, de que sus cicatrices pueden contar una historia diferente, de que el silencio puede romperse sin que el mundo se acabe.
En la consulta del martes que viene, habrá una nueva mujer esperando. Y Artemi estará allí, con su pregunta incómoda y sus manos suaves, dispuesta a escuchar la historia número ciento noventa y dos.
Porque cada número es una vida. Y cada vida importa.
Basado en datos reales del sistema sanitario de Gran Canaria y el trabajo de profesionales como Artemi Dámaso, este relato busca dar voz a una realidad que afecta a millones de mujeres en todo el mundo. La mutilación genital femenina es una violación de los derechos humanos que requiere respuestas integrales, sensibles y humanizadas.