El anciano
Yo fui uno de aquellos chicos. Pequeños limpiabotas que cada mañana salíamos a ganar unas monedas para ayudar en nuestros hogares. Abrillantábamos los zapatos de los señores de bigotes puntiagudos y relojes de cadena.
Era duro pasar diez horas fuera de casa con el cajón a cuestas. Pero cada día, a la misma hora, dábamos descanso al trapo del brillo, al betún y al cepillo y nos reuníamos dónde él, el anciano de ojos orientales, nos estaría esperando. Llegaba del otro lado del barrio, con su andar lento y la boca llena de historias. Nos sentábamos en las escalinatas del parque, y sin pestañear, le escuchábamos. Siempre nos transportaba al lugar donde vivían sus sueños.
A veces, le preguntábamos de dónde sacaba tantos cuentos. Su respuesta era siempre la misma. Tras sonreír, abría la espesa barba que le llegaba a la cintura. Aseguraba que allí los guardaba, allí vivían todos sus recuerdos.
En una ocasión, Andrés, el limpiabotas más pequeño, le pidió permiso para sacar una historia. El chico buscó y rebuscó en la barba, pero no encontró nada. Cuando retiró la mano, el anciano de mirada enigmática comenzó a relatar la historia que Andrés había sacado, sin saberlo.
–Nací cerca del río Amarillo. Al igual que toda mi familia, tuve que salir de mi tierra a buscar el sustento. Antes de abandonarla, le prometí al río regresar a él, al lugar que me vio nacer y donde debía morir. Hoy he oído la llamada de mis fantasmas. Es hora de volver con mis ancestros.
Sonrió y sacudió la barba indicándonos que estaba vacía de cuentos e historias. Luego, nos miró uno a uno, como si quisiera llevarse con él nuestras caras manchadas de betún. Se levantó tambaleante, desapareciendo entre los árboles del parque. Nunca más volvimos a verlo.